Del porqué se encontraron

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Había una vez una princesa...
¡No, que mierda!

Había una vez una hembra, una real hembra...
No.

¡Mejor un príncipe!
¡Sí!

Había una vez un príncipe...

Había una vez un príncipe

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...hijo del soberano de toda aquella región. Joven gallardo en su veintena, con la belleza de una rosa en los labios.

Cada mañana, como era su costumbre, tomaba alimento con su padre y salía a recorrer sus tierras a caballo, guiado por una sed insaciable y desconocida que no era capaz de entender.

En pocas semanas conocería a la joven, casi niña con la que estaba prometido. Era la hija de rey Heger, de Ilzamar, el país vecino del norte. Su padre deseaba que los frutos de aquél enlace fueran herederas suficientes para afianzar alianzas con los reinos vecino y un hijo, un varón que sirviera para asegurar la sucesión de la corona.

El joven príncipe Johan no sentía ningún entusiasmo por aquella labor pero aceptaba en silencio su destino. Sabía que su opinión no sería tomada en cuenta, al menos mientras su padre viviera, de modo que sonreía con respeto y amabilidad cuando el rey hablaba sin cesar de sus planes que harían del reino, uno invencible.

Anteponía su educación y el gran compromiso que profesaba a lo que consideraba su deber, antes que cualquier de sentimiento.

Pero también era cierto que el peso del deber exigía demasiado de sí mismo. Necesitaba espacio, de modo que se excusaba en la primera oportunidad y vagaba por los solitarios salones del castillo, preso de un anhelo sin nombre que le arrancaba la paz del cuerpo, el sueño en las noches, la atención en las prácticas de tiro y el apetito durante los banquetes.

Una mañana, ya con el sol muy alto, el príncipe Johan cabalgaba como sí todos los demonios le persiguieran. Casi reventaba a su montura.

Un afán enloquecedor tiraba de él, necesitaba sentirse vivo. Los flancos de su caballo chorreaban sudor pintado de sangre.

Después de una hora o más de exigir a su caballo el máximo esfuerzo, ocurrió lo inevitable; el corcel agotado pisó en falso y salió despedido.
Cayó al suelo con estrepito.

Rara fortuna fue para el imponente semental que una caída como aquella le librara de ser agotado por su amo hasta la muerte.

En cambio, el joven príncipe no corrió con buena suerte; en el lío del tropiezo, el pesado animal cayó sobre su pierna torcida. Los crujidos de los huesos se sumaron a los gritos del heredero, tan desgarradores que las aves que trinaban en los árboles alrededor del pequeño claro en donde ocurrió la caída echaron a volar espantadas, todas a la vez.

Un silencio de muerte le siguió, rasgado cada poco con los gemidos de agonía del príncipe y por el tranquilo paso del caballo que se alejaba. El animal que no resultó herido consideró que fue  suficiente de paseos y abandonó al herido; decidió volver al castillo, resoplando y con un trotecillo altivo, sin brindarle ni una mirada de despedida al muchacho.

El príncipe no pudo hacer nada para impedirlo. Su lucidez era una flama a punto de apagarse, la gravedad de sus heridas; dos huesos astillados emergiendo de entre los jirones de su carne desgarrada; uno sobre la rodilla y otro cercano al talón eran, con toda seguridad, de vida o muerte. El ya de por sí pálido rostro del príncipe se tornó casi transparente.

Gritó por ayuda, pero no respondió ni siquiera el eco de las montañas o el gruñido de algún animal.

El intenso olor ferroso de su sangre que no paraba de manar saturó su olfato. Muy pronto le invadió una debilidad suave e incluso agradable.

¡Sería tan fácil dejarse ir por el sueño!

En el borde del claro, en la entrada de una oscura cueva alguien lo miraba, pendiente del color de su sangre más que de ninguna otra cosa.
Los ojos rojos de la criatura que lo observaba se entrecerraron, centrando toda su atención en él.
El sol, casi en su cenit, no le permitiría acercarse en horas al herido. Para cuando pudiera hacerlo, el joven hombre estaría muerto y ya no le sería para nada útil.
Retrocedió al fondo de la cueva, pensando que hacer.


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