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El ambiente cambió. El príncipe acarició por un instante la esperanza de apelar a la piedad del demonio. Fue un brilló en el rubí de su mirada que se parecía demasiado a la compasión y que se desvaneció cuando el demonio se irguió, aterrador.

Se veía más imponente que antes, con la mirada refulgiendo de odio y de ira. Llamó a su padre "torturador", cuando nunca hizo torturar a ningún hombre.

Y comprendió a qué se refería.

Pensó en los muchos que recorrieron el camino del cadalso para ser puestos a morir entre las llamas, sin que nadie se compadeciera de ellos. Para su padre, esos seres no merecían piedad. ¡Eran seres viles del demonio que servían a los deseos del maligno! Brujas que arrancaban niños del pecho de su madre para usar sus prepucios en ritos macabros; Innumerables mujeres, sucias y derrotadas se dejaban conducir sin llorar, después de que la tortura les arrancaba la maldad del cuerpo. Esperaban casi con alivio la liberación de las llamas para volver a la gracia de dios y alejarse de la insoportable maldad de los calabozos; seductoras súcubos, bellezas que alejaban a los buenos varones del lecho de sus santas y sacrificadas esposas, para robarles la simiente con las artes tenebrosas de su Señor Oscuro, que bebían los fluidos de los hombres y que con engaños, los obligaban a beber la sangre de sus días de luna, para convertirlos en lascivos esclavos de sus encanto perversos. A los adivinadores, purificados al fuego, después de querer predecir con números y cálculos lo que nada más correspondía al divino.

Ninguno de ellos era considerado un hijo o hija de dios, dignos de piedad, si no expiaban sus pecados antes en la hoguera; el perdón de fuego y humo era el único camino.

Tampoco lo fue aquél desgraciado demonio de ojos rojos que ardió en su propio fuego. Esos ojos eran un vínculo demasiado certero como para pasarlo por alto.

El imponente demonio, tan oscuro como una montaña de noche, con la cascada de cabello negro ocultando gran parte de su rostro de piel morena, la ropa casi en harapos y esa expresión mortal en sus ojos, levantó en brazos al joven príncipe, para llevarlo de esa forma al interior de la gruta, con la facilidad con la que se llevaría a un niño pequeño.

—¿Vas a matarme? —El príncipe se sintió un niño pequeño cuando el vampiro giró el rostro hacia él. La sonrisa que mostró fue hermosa, pero vacía, tan triste que no llegó a rozar su mirada.

—Voy a cobrar una vieja deuda, nada más.

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