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El silencio de la sala fue roto por dos manos que se apoyaron con fuerza en la basta y pulida superficie de fina madera. Un tintero salto, salpicando gotitas en los mapas extendidos sobre la mesa.

—¡Es el momento! ¡Tenemos que movilizarnos rápido o perderemos esta ventaja única!

Cuatro hombres vestidos con todo lujo, con armiños y camisas de seda brocada asintieron sin decir nada. Un quinto hombre habló.

—Si llevamos a cabo estas acciones, el acuerdo previo se romperá y no podremos llegar a otra negociación así, su Majestad.

El rey Heger miró a todos los presentes. Eran sus manos las que hicieron saltar el tintero y las que estaban por decidir el destino de dos reinos. Giró el rostro buscando a su joven hija. Su querida niña que un día dirigiría una nación. Al menos esos eran sus sueños y por ello Bryana estaba presente en las reuniones del Consejo del rey, en esta ocasión jugueteando con sus dedos, al parecer un poco distraída.

¡Como odiaba pensar en entregarla al hijo del tirano!

Pero esa unión, ayudaría a construir la paz entre dos naciones. Una paz que fue, desde tiempos de su abuelo, tirante. Las tierras del tirano eran ricas en bosques y carbón, mientras que las del norte tenían salida al mar. ¡Si fueran una sola nación! Pero claro, aunque ambos reyes coincidían en lo mismo, el tirano pensaba que Él debía ser el soberano de ambos reinos y no Heger. El Señor de Ilzamar nunca consentiría en cosa semejante.

La solución sencilla, pero ingrata para Heger, se encontraba en los primogénitos Bryana y Johan. Ellos se tomarían como esposos y a la muerte de los reyes cada uno gobernaría su reino, mudando la capital de ambos a la zona fronteriza, en donde ya se construía un palacio y casas para la corte, poco a poco se convertiría en una ciudad. Un heredero varón fruto de esa unión sería coronado como rey de Ilzamar y Mineasia y la división no existiría nunca más.

Y cuando se hacían los preparativos para el viaje, cuando Bryana por fin aceptó su destino, el cobarde hijo del tirano huyó tras las faldas de alguna moza del pueblo, sin duda, importándole muy poco su honor. El tirano, previendo algún ataque y desconfiando de los acuerdos diplomáticos, movilizó a todo su ejército ¡El muy Traidor!

—¡Esa unión jamás se consumará! El cobarde se fue y no piensa regresar, según me han informado—. Se volvió hacia un hombre alto de aspecto gallardo, hermoso a pesar de que se acercaba a los cuarentas y el gris ya pintaba sus negras sienes. Aguardaba detrás de la silla cabecera con los brazos relajados a los lados, como quien se sabe seguro.

—¡General! —Brhomth dio un paso al frente. Era ese hombre en quien más confiaba, un soldado de carrera que lideraba a su ejército como nadie más podría.

—Prepare a sus hombres; atacaremos Mineasia, acabaremos con el Tirano y reclamaremos su corona.

Brhomth lo miró con seguridad absoluta. Leal desde el fondo de su alma, inclinó apenas el rostro ante su señor y, a paso firme, salió para cumplir las órdenes de Heger.
Bryana caminó a su padre y se deslizó entre sus brazos. El rey le envolvió, queriendo protegerla de todo y de todos. Los consejeros, el resto de la corte, se retiró.
—¿Y si no huyó? ¿Y si algo le sucedió?
La princesa no conoció a su futuro esposo, pero en la disciplina de su rango aceptó en su corazón el compromiso. Pensaba en él. No era el amor que contaban las viejas de las cocinas, era deber. Así, en el deber, se encontró pensando cada instante en su futuro esposo desconocido. Fiel a él, preocupada por él, necesitada de él.
El rey Heger no respondió. Abrazó a su querida hija que, si todo marchaba bien, no tendría que ceder como doncella ante el hijo del tirano.

Muy pocos días tardó el ejército en dejar sus cuarteles, los hombres en despedirse de sus mujeres y avanzar hacia la frontera sur, para tomar sus territorios, usando como argumento la espada y el fuego. Treinta mil hombres como avanzada.

Al mismo tiempo pero en otro lugar, tres más dejaban atrás a sus compañeros dormidos después de un día de búsqueda infructuosa y decidían avanzar un poco más por ese túnel que no parecía tener fin. Era el rastreador y sus dos hijos; el mayor de ellos de la misma edad que el príncipe, fiel amigo y súbdito devoto del heredero al trono y su hermano, algo más joven, que aprendieron desde niños el oficio de su padre.
Ambos eran hábiles cazadores y rastreadores experimentados.
Por casi una hora caminaron antes dehallar una magnifica galería que parecía la sala de la corte del palacio del rey. El enorme salón contenía un río—era lo que le faltaba tener al rey—y un tragaluz que arrojaba un rayo de luna sobre el agua, la vista desde donde estaban—al menos diez metros por encima del caudal—era espectacular. A la izquierda, un camino excavado por la misma naturaleza en la roca y que hacía las veces de unas enormes escaleras.

A la derecha, después de cruzar un estrecho desfiladero por donde podría pasar solo un hombre a la vez—y eso con algún riesgo—se abrió ante ellos una terraza natural de unos veinte metros donde al centro, en una especie de lecho de pieles, estaba Johan. Dormido.

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