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—¿Por qué me retienes?

La pregunta rompió el silencio al que por fuerza se acostumbró.

¡Hacia tanto tiempo que estaba en esa caverna! Soledad, oscuridad y silencio por muchas horas cada día.

El demonio venía a él cada poco, tal y como la primera vez. En cada ocasión bebía de su cuello y se apartaba. Jamás le tocaba más de lo necesario para alimentarse de él, para hacerle curaciones, para poner abundante comida a su alcance.

Por lo demás, desaparecía por horas y en cada ocasión se llevaba la luz.

—La gruta tiene mil caminos, hay fosos interminables y rutas que ni yo conozco. Si te mueves de aquí ni tu dios va a encontrarte.

El joven príncipe atesoraba los momentos en que el demonio se quedaba durmiendo sobre las pieles. Era tan magnífico en la quietud como lo era en sus facciones, en sus tamaños, en sus andares.

Con los días, en su alma se despertó un deseo extraño, algo diferente a la lujuria del primer contacto, que terminó pronto y lo dejó angustiado, temblando y llorando por horas.

No, no sentía el deseo de los amantes. O no era solo eso.

Era una necesidad dolorosa de ser parte de otro, un ser cuya indiferencia le hacía mucho daño.

Dolía respirar el mismo aire, dolía su ausencia y cuando regresaba, cuando apenas se dignaba a mirarlo. También era real el dolor de sus colmillos en el cuello, sus manos en su rostro. Era el dolor de la indiferencia.

Sabía que el demonio estaba venciendo, su alma cedía ante la tentación y deseaba con todas sus fuerzas que el demonio le poseyera, de alguna forma, de cualquier forma, incluso de la forma en que los hombres eran tomados por otros hombres.

Sería capaz de convertirse en un hombre vil, con tal de que le mirase aunque fuese una sola vez.

El sentimiento que no tenía nombre creció, era cada vez mayor conforme los días transcurrían.

Cuando los ojos al rojo vivo, velados por las pestañas más espesas lo enfocaban, Johan se debilitaba, sentía sus mejillas encendidas.

Gracias a la oscuridad el demonio no se percataba de sus turbaciones. La lucha de su anhelo contra aquello que desde toda la vida tuvo como impudicia, era terrible. Se sentía enfermo de asco de sí mismo, pero la piel le ardía de deseo, su cuerpo tiraba con fuerza en dirección del demonio.

—Me perteneces, joven príncipe. No podrás huir de mí.

—¿Qué quieres decir? —Inquirió—. ¿Qué significa eso?

Pero no recibió respuesta ni tampoco tuvo efecto ninguna súplica. Lo que el muchacho no sabía es que mientras dormía, los ojos del demonio traspasaban la oscuridad y le recorrían. También le quería.

En su imaginación lo desnudaba despacio y besaba sus contornos, dejando que los colmillos rasgaran la piel juvenil y bebiendo de él.

El príncipe lamía las gotas de sangre que él le ofrecía, como los amantes de su raza, compartiendo su sangre en la intimidad.

Sí, le deseaba. Como nunca antes deseó a nadie y no sabía si era por las dos décadas y casi un lustro de soledad, merecida y autoimpuesta condena por su cobardía.

Para ese momento, no podía soportar ni el pensamiento de no ver más al joven príncipe, la sed de venganza se iba transformando, día a día, mientras le cuidaba, le alimentaba y le abrigaba, en otro sentimiento, cálido en el corazón y sin sentido alguno para su razón.

Le quería.

Así, ambos permitieron que una pasión impronunciable echara raíces en sus corazones.

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