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La gruta excavada en las entrañas de la montaña por la fuerza de las aguas era tan antigua como el mismo principio del tiempo.

Sus túneles tenían la forma de las raíces de un árbol; kilómetros retorcidos y profundos que se alargaban en todas direcciones hasta los cimientos de la tierra, donde convivían con numerosos ríos enterrados, por ello el ambiente era el mismo siempre; frío, húmedo y silencioso.

El aire impecable de un sitio jamás habitado excepto una sola criatura que en ese momento se refugió en el lugar que utilizaba como lecho; un buen montón de pieles de animal, curtidas, colocadas en la parte más alta de la imponente caverna, aquella oquedad resguardada hacía las veces de litera. 

La roca permanecía a salvo de la humedad y del fuerte viento que acompañaba a las aguas, diez metros más abajo. Se estaba bien ahí y con el paso de los años, sin libros ni luz, sin compañía, sin objetivos ni sueños ni intereses, descubrió la bendición del silencio, primero de los labios, cuando un par de años después de su llegada, agotó los temas de conversación consigo mismo y los ocasionales tarareos. Después, tal vez un lustro más tarde, el silencio cubrió por completo su existencia.

Para el momento de la caída del joven, aquella criatura solitaria bien podría decir que existía porque respiraba y se alimentaba, nada más.

Faltaban horas para que el ocaso y por primera vez en más de veinte años, su cabeza bullía de pensamientos. Se llenó de nostalgia y con ello como un despertar, se percató del tiempo transcurrido desde la última vez que algo llamó tanto su atención.

"Ese niño se va a morir".

Era lo único en que en ese momento podía pensar.

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