No puedo ir contigo y tu no puedes quedarte

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Fueron los mejores días y noches de su vida; amando, cuidando y riendo con quien se convirtió muy pronto en la razón de su existencia. Atesoraba cada instante en su alma porque la conciencia le decía que duraría, si tenía suerte, lo mismo que el cambio de las estaciones.
El joven heredero era su primavera y él sabía que no sería eterna.

Apartaba esos pensamientos con rigor porque estaba convencido de que el momento de separarse llegaría y que la certeza de haber amado con todo su ser, permanecería como una llama encendida, iluminando su otrora seco y negro corazón.
Esa felicidad le alimentaria el resto de sus días.
¡Pobre iluso demonio enamorado!
Darian no tenía idea de que, cuando alguien es tan afortunado de encontrar el amor, el resto de la vida no tiene sentido si no se está con el ser amado.

El vampiro no podía imaginar que el ejército se acercaba. La tierra temblaba cuando los caballos que parecían bestias infernales de metal,aplastaban con furia y dañaban la hierba en los campos. Las madres tomaban a sus hijos y se ocultaban. Los hombres eran interrogados.
Aquel rastreador con un numeroso grupo, se dirigía al lugar donde encontraron el último rastro conocido.

A pesar de su opinión juzgaba al rey un tanto severo con sus órdenes, las obedecía sin proferir queja. Su lealtad era de su rey y la expresaba con orgullo, pese a que de corazón guardaba una secreta esperanza; el joven heredero se casaría y heredaría la corona, algo que todos esperaban que ocurriera antes del final de la primavera, dada la pobre salud del rey.

Y las cosas serían distintas.

Yenko fue tutor de caza del heredero, además de amigo y consejero personal desde hacía años. Él mejor que nadie sabía de su carácter tenaz, de la inocencia de su corazón y de sus bondadosos sentimientos, además de que el muchacho era inteligente y un buen estratega.
No sería un tirano como su padre, sino un rey justo y bondadoso.
Por eso fue que cuando desapareció el castillo se sumió en la tristeza.
La suya, era una esperanza compartida por el resto de la población.

El rey habló en la corte una noche antes. Yenko recordó el discurso.

—¡Alabado sea el señor! —dijo el rey con voz potente en medio de la sala de la corte, donde sus más cercanos se congregaron, cubiertos de pieles y con cara de sueño.

—¡Un ángel me ha visitado. Me hizo un regalo. ¡Un milagro!

Nadie puso en duda esa historia. El mismo hombre que tenía días postrado, caminaba erguido y con paso firme, su rostro recuperó el color.

—Y me ha encomendado una misión. ¡Hay demonios en esta tierra y hemos de acabar con ellos por mandato divino!

Yenko tenía muchos años al servicio del rey, lo conocía más que bien. Por eso, tal vez, no se dejó impactar por la teatralidad de sus palabras.

—Ellos se han llevado a mi hijo y deberán pagar por sus pecados.

Yenko era un hombre sencillo y respetuoso, conocedor de la naturaleza, no hizo sino lo que se esperaba. Coreó un "larga vida al Rey" como todos los demás y se alistó, sin creer una palabra del cuento del ángel.

En sus muchos años rastreando —toda su vida—, se cruzó algunas veces con "demonios" de ojos rojos que huían de los hombres; deambulaban de noche, cazaban, como cualquier otro animal, para alimentarse y podían ser gentiles. Incluso una vez que su padre se perdió en el bosque, herido, sobrevivió por los cuidados de uno de esos demonios.

"Son otros habitantes del bosque, tan sensibles como los alces o los osos. Tan compasivos como podían ser los hombres", contaba su padre.

Ese demonio sin otro motivo excepto generosidad, cazó un joven ciervo para alimentar al herido. Le curó con el roce de su mano y le ayudó a encontrar el camino a casa. Cuando estuvo seguro de que estaría bien, se alejó. Antes, le regaló la carne del ciervo para que sus pequeños hijos no tuvieran hambre mientras él se restablecía y no aceptó pago alguno.

AnhelosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora