Capítulo 19: Karl

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Con el paso de los días, tu estado de salud mejoró considerablemente. Tal vez fuera cosa de ir llenando poco a poco tu pequeña investigación. La lectura de esos informes causaba un confuso remolino de emociones en tu interior: Lástima, empatía, rabia y finalmente, felicidad.

No era una felicidad malvada, insidiosa. No te alegrabas de saber qué era exactamente la dama del castillo, cómo su ansia por dejar un legado la llevó a experimentar con moscas al margen de Miranda. No, no te alegraba su agonía, su enfermedad, la pérdida de un amor pasado. No te alegrabas de eso.

Lo que te causaba tremenda felicidad era comprobar por ti misma que tu intuición no se equivocó. Madre Miranda no era una Diosa salvadora, benevolente. No, desde luego que no. Tú lo sabías, casi desde el primer momento.

Te avergonzaste de sentir algo de simpatía por ella cuando la conociste. Pensabas que era una mujer piadosa, que vio en ti la mirada de la desidia, unos ojos que no tenían ganas de seguir luchando. Estabas tan equivocada... Esa mujer no deseaba ningún bien para nadie salvo para sí misma. Tú eras útil para ella, por eso vivías.

Con lo que Miranda no contaba era con que sus propias sospechas acerca de ti estaban en lo cierto, como si una parte de ella le gritara para que te perdonara la vida aquella noche.

Aún había muchas cosas que desconocías, pero sí tenías una cosa clara. Ella era peligrosa y tú, Donna y puede que los demás, estabais atrapados en sus garras. Algunos por devoción, otros por desesperación, por considerar a esa bruja la salvadora de su alma, la que hizo que resurgieran de sus cenizas.

–Vamos a ver –dijiste susurrando, disfrutando de los pocos ratos de soledad de los que podías gozar cada mañana.

Donna estaba en su taller y Angie simplemente deambulaba por la casa cantando esos dichosos villancicos que por fin, os obligó a poner en el tocadiscos. Más de una vez.

No podías evitar seguir con los informes, poco a poco se convirtieron casi en una droga para ti. Arqueaste las cejas cuando leíste el siguiente nombre reconocible de la lista.

Karl H. Agosto de 1948

–A quién tenemos aquí... –murmuraste con una sonrisa satisfecha. Aún tenías rencor a ese hombre por el mal rato que pasaste en la fábrica. Pensar en ello te hacía tener escalofríos.

Parece ser que hay un tipo de ermitaño en las afueras de la aldea. Nunca nadie lo ha visto, pero curiosamente, saben muchas cosas sobre él. Por lo visto venía de Alemania, país del que se huyó cuando estalló la guerra.

Se rumorean muchas cosas: Que es un científico loco, que era un trabajador de metal en una fábrica de armas... Ciertamente, de los cabezas huecas de la aldea no puedes esperar una respuesta fiable. Tendré que comprobarlo por mí misma. Creo que es el tipo de persona que, como Alcina, puede serme útil...

–Creo que le pega más lo de "científico loco" –dijiste divertida, pasando la página, interrumpida por unos golpes fuertes en la puerta.

Rodaste los ojos y el corazón te empezó a latir muy rápido. Esa vieja hacienda no estaba acostumbrada a las visitas. Casi te parecía que las propias paredes temblaban cada vez que alguien se acercaba lo suficiente. En cualquier caso, deberías abrir la puerta, seguramente Donna no lo había oído.

– ¡Angie! –llamaste a la muñeca, que se presentó obediente, pero con reservas. Nunca confiaría en ti plenamente, y no la culpabas.

– ¿Qué pasa, tonta? –preguntó con ironía.

–Ve a avisar a Donna, tenemos visita –dijiste cansada, encogiéndote cuando los golpes se repitieron, esta vez con más fuerza.

Cuando la muñeca desapareció de tu vista, te dirigiste a la puerta, con las manos algo temblorosas y una sensación de desamparo que recorría tu cuerpo.

El infierno en el que quiero quedarmeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora