Capítulo 23: Una cuestión de ego

140 16 2
                                    


Parpadeaste, no estando muy segura de si acababas de despertar, o de si por el contrario no habías dormido. No importaba demasiado. La respiración profunda de Donna al menos te tranquilizó, ella estaba sumida en un sueño profundo.

–Ha sido un día horrible para ti, ¿verdad? –susurraste en una voz baja, delicada, no queriendo despertarla tan pronto.

Ella era perfecta cuando estaba despierta, pero cuando dormía... Era de otro mundo. No importaba qué hubiera ocurrido, qué cosas horribles hubiera tenido que vivir. Donna simplemente dormía. Te preguntabas en qué soñaría, si era algo bonito, o si las pesadillas la torturaban también en ese mundo onírico.

Con un movimiento de mano, encendiste la luz de la mesita de noche, haciendo que ella se removiera en la cama con un gruñido.

–Donna... Preciosa... –dijiste, poniendo una mano en su cuerpo, moviéndolo con la mayor delicadeza posible. –Vamos, despierta...

Su ojo se abrió despacio. Por un momento pudiste ver cierta normalidad en su rostro, cierta tranquilidad. Ojalá eso hubiera durado más de dos segundos.

–Eveline –murmuró ella, con la voz aun dormida, alargando su mano para acariciar tu mejilla. Mano que tú cogiste, apretándola contra tu rostro, aguantando las lágrimas que te producía esa ternura, ese amor que era capaz de demostrarte con algo tan simple como una caricia.

– ¿Cómo te encuentras? –preguntaste, incorporándote, sentándote en la cama.

Ella imitó tu gesto, mirando por un segundo a la nada, parpadeando varias veces.

–Yo estoy... Bien –dijo con la voz ronca. –No... No creo que sirva de nada lamentarse.

Tú sonreíste con tristeza, estudiado su rostro para encontrar alguna pequeña mentira.

–Sí, tienes razón, Donna. Pero no voy a culparte de lo contrario –dijiste suavemente, acercándote a besar su hombro.

–Estoy acostumbrada a sufrir... Por lo menos esta vez no estoy sola –murmuró ella, también con una sonrisa triste, haciendo que tus ojos volvieran a llenarse de lágrimas. Fue una frase terrible para ti.

–Nunca más lo estarás, ya lo sabes –afirmaste para reforzar sus argumentos, inclinándote despacio para besarla con ternura, para hacerle saber con tu afecto que jamás la abandonarías.

–De, deberíamos levantarnos. Hoy hay muchas cosas que hacer –dijo cabizbaja, después de unos minutos de besos silenciosos, lentos, que poco a poco empezaban a desmadrarse.

Tú suspiraste un poco decepcionada, pero no quisiste insistir. De todos los momentos que podría haber para dejar rienda suelta a vuestros instintos, ese era el menos apropiado.

–Sí, además acabo de recordar que arriba hay una rata. Será mejor que me cambie y suba – bromeaste destapándote, guiñando un ojo a tu amante, que te miró esbozando una pequeña sonrisa.

–Prepararé el desayuno –comentó Donna, desvistiéndose. Al parecer, ella también se contuvo un poco. Arqueaste las cejas al darte cuenta, olvidando por un momento la situación en la que estabais.

Sacudiste la cabeza para dejar de pensar en ello. No era el momento.

– ¿Quieres que te ayude? –preguntaste con curiosidad.

Ella negó con la cabeza, con una sonrisa aun más amplia, antes de que ese horrible velo la ocultara por completo.

Por supuesto, la delicadeza no subió contigo en el ascensor. Hiciste las cosas de la manera más escandalosa posible.

El infierno en el que quiero quedarmeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora