Capítulo 4: Pasado

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Un terrible dolor de cabeza te despertó. Tu habitación, ya iluminada por rayos de sol fue una especie de consuelo por las vivencias del día anterior.

Al menos estabas viva... De momento. No sabías exactamente qué te había pasado, pero sí conocías a la responsable, esa mujer de negro, Donna Beneviento, poseedora de la capacidad de torturar a sus víctimas con visiones y alucinaciones. ¿Cómo era posible? No lo sabías. Ni siquiera sabías qué estaba pasando en aquella aldea, por qué eran así, por qué esas criaturas sobrenaturales existían en primer lugar.

Bajaste despacio las escaleras, mirando de reojo ese retrato, sintiendo un escalofrío al pasar por delante de esos ojos fríos, al preguntarte, como cada mañana, qué había detrás de ese velo negro.

– ¡Buenos días, estúpida! –chilló Angie, haciendo que cerraras los ojos para evitar un dolor de cabeza aún peor. –Eres una tonta, tonta.

–Angie... –Escuchaste susurrar a la dama, que desayunaba tranquilamente, como si no hubiera pasado nada. En frente de ella, tu taza habitual y las tostadas que solía prepararte. ¿Qué significó lo de la noche anterior exactamente? ¿Acaso no lo recordaba? ¿Lo habrías soñado?

–Yo... –susurraste, sentándote dolorida, procurando mantener la cabeza baja. –Lo lamento, Señora Beneviento. Siento mucho lo que pasó ayer.

Notaste cómo su taza de café tembló levemente en su mano, pero se recuperó enseguida, asintiendo.

–Más tenías que sentirlo, estúpida, hiciste daño a mi Donna –te recriminó Angie, asomándose cómicamente a la mesa.

–Ya he dicho que lo siento. No quise decir esas cosas –dijiste, humillándote un poco. Lo veías necesario.

– ¿Cómo lo supiste? –preguntó Donna. Cada vez te resultaba menos extraño oírle hablar. Te estabas acostumbrando poco a poco a que rompiera el silencio, aunque en esa ocasión, hubieras preferido a la Donna de siempre. – ¿Quién te lo contó?

No querías delatar a Heisenberg, pero tampoco sabías si tenías otra opción, si entre sus misteriosos poderes se encontraba un detector de mentiras. No respondiste.

–Heisenberg. Fue él, ¿verdad? –preguntó Angie con ese tono serio. ¿Cómo demonios funcionaba la cabeza de esa mujer? A veces hablaba, a veces utilizaba a Angie. Era para volverse loco.

–No debería decirlo, Señora Beneviento –dijiste con la voz quebrada, incapaz de ser sincera, removiendo tu café perfectamente preparado con la cuchara.

–No pasa nada, Eveline. No diré nada... Si me prometes que nunca volverás hablar de ello – dijo en un susurro, posando elegantemente la taza en la mesa.

–Cla, claro, lo prometo –dijiste asintiendo exageradamente, queriendo olvidar el tema.

Ella se levantó despacio, haciendo crujir la madera bajo la silla. Te encogiste un poco, sintiendo cómo se acercaba a ti misteriosa, peligrosa. Un escalofrío te alertó de un inminente peligro cuando su mano se dirigió a tu rostro de nuevo, pasando delicadamente por tu mejilla, recorriendo tu piel con una suavidad que te hizo temblar.

Sei così bella... Non voglio perderti –susurró, pasando el pulgar por tus labios, retirándolo inmediatamente, como si ella misma no supiera bien lo que estaba haciendo. Con el mismo paso lento y cautivador, te dio la espalda, recogiendo las tazas de la mesa. Podías oír su respiración nerviosa a través de su velo.

Miraste a la muñeca de reojo, parpadeando con incomprensión.

– ¿Qué es lo que ha dicho? –preguntaste en voz baja. La muñeca rió burlonamente.

El infierno en el que quiero quedarmeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora