Capítulo 25: Adiestramiento

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Como si todo lo que había pasado hubiera sido poco más que una anécdota, el tiempo siguió pasando inmisericorde. Era una cuenta atrás siniestra que no tenía fin, que no sabías cuando llegaría a cero.

No tuviste noticias de Karl, ni de Alcina. Supusiste que estaban demasiado ocupados. Echabas de menos los móviles, alguna forma de comunicación constante, que te indicara que todo iba según lo planeado. No había nada, sólo silencio, palabras de amor, de ánimo, pesadillas, baños calientes... Una vida normal a pesar de todo, pero que sabías que no sería para siempre si no ponías remedio.

Tal vez Alcina tuviera razón y lo mejor era escapar, huir de ese lugar en vez de ponerles a todos en peligro por tu culpa. Bueno, no era tu culpa pero si alguien instigó ese pequeño motín, fuiste tú.

Una forastera que se metió en medio de un culto extraño, para terminar convenciendo a sus acólitos de que había que exterminar a su líder. Tu vida podría haber tomado muchos caminos, pero ese por lo menos no era para nada aburrido.

Parecía una ficción, una serie de terror, de acción, un videojuego de supervivencia. Nada que tuviera que ver con el mundo real. Pero, ¿de verdad era el mundo real?

Ese pueblo, sus habitantes, los jerarcas, Miranda... Todo ello conformaba un universo diminuto, como esas ratoneras de los dibujos animados, que ocultaban un mundo aparte, un mundo que no pertenecía a los dueños de esa casa.

Pero tú no eras alguien que mirase desde fuera. Tú misma habías conseguido convertirte en ratón y adentrarte en la trampa, una de la que no podías ni querías salir.

Si ese lugar tendría que ser tu hogar, que así fuera. No tenías miedo, ni claustrofobia. Allí te sentías caliente, a gusto, querida. Sólo había que acabar con la reina de las ratas y todo sería perfecto, incluso si no volvieras a salir de allí nunca.

–Donna, abrázame, por favor –suplicaste entre jadeos, debajo de ella, sudando, moviéndote, disfrutando de un momento de desconexión. Amando, sintiéndote amada, rodeada de su cuerpo, de sus brazos, siendo parte de ti.

Todo el ambiente era demasiado tenso, pero no lo suficiente como para impedirte amar, como para impedir que la pasión controlara tus actos. No sabías cuándo podía ser la última vez que escucharas sus gemidos, que sintieras sus besos en tus labios, que sus manos recorrieran tu cuerpo, que te amara como sólo ella sabía.

–Haré lo que me pidas, tesoro –suspiró Donna, cumpliendo tu petición a la vez que entraba poco a poco en ti. –Lo que quieras...

Os abrazabais desnudas, jadeando, gimiendo, retorciéndoos de placer, de amor sin límites. Ese era el lugar donde querías estar, de donde no querías escapar.

Te aferraste a su cuerpo, calvando las uñas en su piel mientras ella se movía dolorosamente despacio dentro de ti, como si de alguna manera temiera perder esa sensación, como si quisiera recordarlo siempre, no olvidar cada centímetro de tu cuerpo que ardía bajo su toque.

Sei perfetta, Eveline, adoro sentirti –susurró en tu oído, aumentando un poco el ritmo de sus caderas.

Tú gemiste de placer por ese susurro cariñoso, por esa manera que tenía de demostrarte amor, de no perder la ternura, su manera casi inocente de tratarte en un acto que no era para nada inocente.

–Te quiero... –suspiraste, con tu cuerpo moviéndose por su propia voluntad, sintiendo todo lo que podías, ardiendo de pasión, volviéndose loco con cada movimiento, con cada caricia, cada gemido tímido que salía de sus labios. –Te quiero...

Las palabras salían solas de tu boca, desesperadas por ser escuchadas entre los crujidos de la vieja cama y vuestros propios gemidos sutiles. Ella sonrió, mirándote a los ojos, casi deteniéndose, lo que te hizo protestar de manera infantil, golpeando el colchón con el puño.

El infierno en el que quiero quedarmeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora