09: El juego perfecto

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CAPÍTULO 09: EL JUEGO PERFECTO

24 de septiembre, 1984

Merry Hills, Texas

Caía entonces la primera tanda de hojas otoñales de las cuales, tórridas, una se posó en el marco de la ventana de mi habitación.

Subí el panel de cristal con la cautela necesaria para no hacerla caer al patio, y la cogí con la sutileza de quien toma un cadáver en brazos. No distaba mucho de lo preciso. La hoja estaba muerta, y su cadáver cabía en un cuenco hecho con mis manos: miré con escrupulosidad su piel tostada, sus arrugas, sus venas oscuras bien marcadas. Era la muerte anual del verano, pero para mí, el próspero nacimiento del otoño. De tal modo la llevé a mi habitación y la extendí en el escritorio. Saqué de la gaveta un cuaderno de recortes y lo abrí poco después de la mitad. La primera hoja de otoño estaba pegada bajo un «1977» tallado en marcador rojo, detenida en el tiempo. Tenía la forma de un pino, cuya preservación había de acreditar en su totalidad a la capa de cinta adhesiva industrial que la cubría.

Repetí con un cuidado casi sacramental los mismos pasos de cada año con la hoja que recién había tomado, y pensé en Mick y en su Chevy. Pensé en si él también tenía rituales más íntimos que preparar el auto antes de arrancar, y en qué podrían implicar los mismos. Frances, por ejemplo, se levantaba cuarenta minutos más temprano de lo necesario para poder dedicarle más esfuerzo a maquillarse los ojos de negro desde que tenía catorce años. Y eso, para mí, era algo tan asombroso como triste. Asombroso porque Frances se conocía lo suficientemente bien para saber qué productos le favorecían y las técnicas correctas para no hacerse un regadero en el rostro; pero triste, porque siempre se quejaba de lo mucho que le aborrecía tener que hacer lo mismo todas las mañanas.

Es un error descomunal limitar la percepción de uno como ser vivo a carne y hueso y muerte. Más que cualquier cosa, somos nuestro día a día. Estamos compuestos de rituales tan íntimos que el procedimiento para cada paso permanece tatuado en algo más sustancial que la piel: el alma y la energía; y al confundirlo con monotonía nos impedimos sentir las acciones al punto de funcionar por mera inercia. Reducimos la importancia de su cumplimiento a sus fines, dejando de lado al verdadero motor del ser: el proceso. Y luego de que Mick Marvin me hiciera sentir por primera vez que realmente pertenecía a algo, yo sólo podía desear que él no fuera el tipo de persona que confunde sus rituales con monotonía.

No me asesinó esa vez, por si te lo preguntas, aunque volví a cuestionarlo en varios puntos de la madrugada mientras aplastábamos las calabazas. Pero al final no lo hizo. Y estoy agradecida por eso, porque no quería morirme todavía. Al menos no por decisión de otro. Siempre tuve esta idea de que yo debía elegir mi muerte, pero me las arreglaba ignorándolo para poder sobrellevar el día a día sin tener un ataque de pánico cada vez que pensaba en morir, como muchas horas después, cuando recién había metido mis pantalones nuevos llenos de pulpa de calabaza a la lavadora, y papá me llamó desde la cocina:

—¿Por qué no vienes y me ayudas a encontrar las baterías, Lily?

Eran alrededor de las diez de la noche. Tuve que arreglármelas para levantarme aun cuando eso implicaba abandonar la posición que tanto me había costado conseguir; no obstante, algo que hizo clic dentro de mí repentinamente me detuvo de avanzar. Me comencé a pellizcar las cutículas.

—¿Qué pasa? —inquirió al notar mi semblante constipado.

—Las baterías. Olvidé comprar las baterías.

Él suspiró. Sin más, desapareció de mi vista en dirección al refrigerador. Se escuchó el chispazo de una lata abriéndose. Me odiaba. En serio lo hacía, y no sólo por las baterías. Me odiaba también por la detención el sábado, y por haberle mentido al respecto diciéndole que estaría en la casa de Frances. Resulta que Erin sí lo había llamado, a final de cuentas.

Uno es multitud #PGP2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora