Un dulce y vergonzoso amor

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Adrián ya había salido de su casa y, en realidad, del pueblo con el objetivo de ingresar en el bosque. Mostraba alegría en su semblante, pero en realidad el remordimiento, el miedo y la vergüenza le devoraba en su interior. Sentía que lo que sería era una especie de pecado.

No era muy común que un par de chicos se fueran al bosque, que era un lugar realmente misterioso. De todos los lugares que poseía el pueblo, ese era el menos visitado de todos. No era precisamente grande el terreno, y tampoco es que se tratara del típico escenario lleno de sombras donde uno se pierde; pero si era cierto que desde el momento en el que uno metía un pie en esa tierra, se sentía uno distinto. Se sentía inseguro por los árboles y hasta parecía que había una presencia observadora entre tanto árbol. Cómo si a uno se le alterarán los pensamientos y los sentimientos.

Pero el chico caminaba con paso seguro y valiente entre tantos árboles, rodeado por las oscuras sombras que surgían de todos lados. Nada de ese exterior perturbador le causaba inquietud, y más bien le gustaba fijarse en todos los elementos de ese sitio, que parecía ser mágico.

El viento soplaba fuerte, pues desde hacía días que no paraba de sofocar a todos con su fría corriente; el sol existía, pero leve y solo cegador de vista (dejando mucho en la parte del tacto), y el panorama que se exhibía ante él era uno en el que predominaba el verde y el café. Toda la naturaleza parecía convivir ese ambiente, viviendo tranquila y gentil.

Todo ese ambiente lo relajaba y tranquilizaba su alma inquieta; pues, como todos los días que había acudido a ese recóndito sitio, se sentía miedoso de ser descubierto. Lo había práctico un montón de veces, y aun así le seguía dando miedo que alguien pasará por ahí y lo viera con ese chico regordete.

Llegó como siempre a ese escondite, a esa vieja cabaña abandonada que habían hecho su escondite. Y, desde el umbral, detecto el buen y rico olor de unos hot dogs haciéndose (de seguro con esa parrilla de carbón, que habían conseguido por razones que ya había olvidado).

Se acercó un poco más, con el objetivo de estar más cerca de ese que era su chico.

—Oh, ¡Adrián! —una enorme sonrisa se dibujó en esa linda cara— ¡Ya estaba esperándote! Cómo vi que faltaba poco para que llegara la hora en que llegarás, empecé a hacer estos hot dogs.

—¡Gracias, mi amorcito! —un breve beso en sus mejillas fue el saludo que tanto esperaba.

Adrián por fin descanso en el piso, esperando el momento en el que comer. Mientras tanto, su vista se fijo en ese ser amado, que tanto le fascinaba, y que le encantaba aún más ver en ese bosque, donde la naturaleza parecía ayudar en la apariencia a Basil.

Basil realmente parecía más enérgico con el resplandor de sol que le pegaba ahí, en el rincón donde se ponía a cocinar. El sol, como se dijo anteriormente, no era muy fuerte por esos días, y sin embargo, parecía tener un efecto sobresaliente en el chico de rosada piel.

Un gran deleite le surgía a Adrián al ver a ese chico, y le surgía más fuerte con la ayuda del sol en su cuerpo, que aumentaba la gracia de ese ser a su vista.

Sus rizos dorados tenían un toque más parecido al del oro que al del plumaje de pollo que normalmente poseían; su sudadera roja adquiría un tono más parecido al del bermellón que al del carmesí característico; y su short azul se parecía más al cielo que al océano (aunque daba igual el lugar de donde proviniera, pues era claro que, ni en uno ni en otro, habría un trasero así de vigoroso y tierno, una imagen así de sensual y a la vez cargada de inocencia).

Realmente a Adrián le causaba confort ver sus exuberantes piernas desnudas; eran suaves (y sin pelo, por alguna razón), pero también rechonchas (como el resto de su cuerpo) y a la vez fuertes. Iban y venían de un sitio a otro mientras hacía encantado sus hot dogs, demostrando con sus movimientos ese vigor y energía que tenía en su joven cuerpo; parecía un chiquillo ansioso que no podía dejar de desesperarse por acabar eso. Incluso su trasero se movía, como un objeto de atracción, vigoroso y fuerte, rebotando de un lado a otro. Siempre sentía culpa después de quedarse viendo ese saco de carne, pensaba que solo así miran a su pareja los puercos o los perros. En realidad, ni eso, por qué los perros no se fijan en cuarta carne hay en cada nalga.

Relatos de la juventud modernaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora