Capítulo 8: amarga desilusión

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En un instante que parecía suspendido en el tiempo, los besos de Preston me envolvían en una sensación desconocida, una que desearía poder prolongar indefinidamente. Pero la realidad irrumpió con el sonido de la campana, y el bullicio de los estudiantes saliendo apresuradamente de sus clases me hizo apartarme de él a toda prisa.

Al separarme de él, quedé jadeante y confundida. Sabía lo que había sentido con ese beso, pero ¿acaso Preston había experimentado lo mismo? Su correspondencia en el momento me había dejado sin aliento, y él había sido quien se había acercado primero. Sin embargo, el eco de su rechazo pasado seguía resonando en mi cabeza, como un fantasma que se negaba a desvanecerse.

Mis ojos buscaron los suyos, desesperados por encontrar alguna verdad oculta en su mirada. Pero su expresión era un enigma, un lienzo en blanco que no revelaba nada. ¿Qué significaba eso? ¿Realmente no le había importado o era un maestro en ocultar sus emociones?

Cuando estuve a punto de hablarle, él me dio la espalda y se marchó.

—Huye cobarde, de todas formas me tendrás que dar la cara en detención—susurré entre dientes, sintiendo cómo la ira se mezclaba con un dolor punzante en mi pecho. Mis puños estaban apretados, mis uñas se clavaban en la palma de mis manos, pero no iba a llorar. No aquí, no frente a todos.

—¿Estás bien, Lu? —la voz de Eva llegó suave pero cargada de preocupación, resonando detrás de mí. Al girarme, encontré sus ojos y los de Meredith, Darren y Navy, todos reflejando una mezcla de ansiedad y cuidado.

—Sí, no se preocupen por mí —respondí con una sonrisa forzada, intentando transmitir una tranquilidad que estaba lejos de sentir.

—Lucille, esto no es normal para ti. Es la primera vez que te sancionan, y si tu madre se entera... —Navy dejó la frase en el aire, pero el peso de sus palabras colgaba sobre nosotros como una nube oscura.

—Basta, Navy —intervino Eva, su voz firme pero suave, mientras me rodeaba con un abrazo reconfortante—. No ayudará hacerla sentir peor.

Agradecí en silencio la preocupación que destilaban sus miradas. Quería abrirme a ellos, compartir la maraña de sentimientos que me asfixiaba, pero las palabras se quedaban atoradas en mi garganta. No era el temor al castigo lo que me consumía, ni la posibilidad de enfrentar la ira de mi madre. Era algo mucho más intenso y desconcertante: la intensidad abrumadora de mis emociones por alguien a quien apenas conocía.

—Lo sé, fue un error. No volverá a pasar —dije, intentando sonar convincente.

—Espero que así sea. ¿Quieres que te espere después de la detención? —ofreció Navy, su preocupación era genuina.

—No, ve a casa. No quiero que tus padres se preocupen.

—Vamos, lo importante ahora es... ¿A nadie más le sorprendió que Preston asumiera la culpa por ti? —Meredith cambió el tema abruptamente.

—A ese le encanta meterse en problemas, incluso cuando no le conciernen —comentó Navy con una sonrisa torcida.

—Quizás solo quería ayudar —murmuró Darren, casi para sí mismo.

La risa estalló entre las chicas, y yo solo pude bajar la mirada, ocultando el tumulto de mis pensamientos.

—Oh, Daz, eres tan inocente. Preston Caruso no haría nada sin una razón —Meredith se burló, y las carcajadas se intensificaron.

—Quizás sí tiene una razón. Lucille, después de las vacaciones cambiaste mucho, hasta te creció el busto —comentó Eva, y sentí cómo el calor me subía a las mejillas.

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