Verano I

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Las mañanas pesaban como horizontes desconocidos. La monotonía de iniciar un nuevo y, en esta oportunidad, último año escolar, le pesaba como si de culpas ajenas se tratase.

Su madre lo despertaba lo antes posible; solía transmitirle la angustia de aquel que, ansioso, desea estar antes en todas partes.

-Ignacio, levántate que vas a llegar tarde -gritaba la señora Ana desde el primer piso.

La casa de Ignacio era un refugio de memorias, un lugar donde cada rincón narraba su propia historia. Construida a mediados del siglo pasado, la estructura mantenía un encanto antiguo que se reflejaba en sus techos altos y ventanas con marcos de madera. La fachada, cubierta de enredaderas que cambiaban de verde a rojo en otoño, ofrecía una bienvenida cálida y nostálgica.

Al entrar, un largo pasillo de baldosas de cerámica amarilla conducía a la sala principal, donde una chimenea de ladrillo rojo ocupaba un lugar central, coronada por un gran espejo enmarcado en madera oscura. Sobre la repisa de la chimenea, se alineaban fotos familiares enmarcadas, retratos de momentos felices que contrastaban con la sensación de rutina que impregnaba las mañanas de Ignacio.

El comedor, adyacente a la sala, estaba presidido por una mesa de roble macizo rodeada de sillas con cojines desgastados por los años. Una lámpara de araña colgaba del techo, sus cristales reflejando la luz matutina en pequeños destellos. Al fondo, la cocina, siempre ordenada y con el aroma persistente a café recién hecho, era el dominio de la señora Ana, quien se movía con eficiencia entre los gabinetes de madera clara y los electrodomésticos de acero inoxidable.

La escalera de madera crujía bajo el peso de Ignacio cada mañana, un recordatorio constante del paso del tiempo. Subiendo al segundo piso, un pasillo estrecho llevaba a las habitaciones. La suya, la última a la derecha, estaba decorada con posters de bandas de rock y estanterías llenas de libros y discos. Una guitarra eléctrica descansaba en una esquina, testigo silencioso de sus ensayos nocturnos.

Desde su ventana, Ignacio podía ver el jardín trasero, donde un viejo roble se erguía majestuoso, sus ramas ofreciendo sombra a un pequeño banco de hierro forjado. Allí, en los días más tranquilos, solía sentarse a reflexionar, alejado de las preocupaciones cotidianas.

Pero hoy, como tantas otras mañanas, la voz apremiante de su madre lo llamaba de vuelta a la realidad. Con un suspiro resignado, Ignacio se levantó, sabiendo que un nuevo día de rutina escolar lo aguardaba, cargado de las mismas expectativas y frustraciones de siempre.

Su madre preparaba rápidamente el desayuno. La señora Ana, siempre impecable, vestía un traje de dos piezas en azul marino, con una chaqueta entallada y botones de nácar. Debajo, una blusa de seda marfil con un lazo en el cuello añadía un toque femenino. La falda lápiz a juego caía justo por encima de la rodilla. Llevaba medias nude y zapatos de tacón medio negros. Sus accesorios eran discretos: un reloj de acero inoxidable y pendientes de perla. Su cabello castaño estaba recogido en un moño bajo, proyectando autoridad y elegancia.

-Báñate rápidamente. Es tu primer día no puedes llegar tarde. Dijo de manera apresurada. Se detuvo un momento, mientras Ignacio llevaba sus manos a su rostro como buscando sacar la energía que tenía aletargada en el interior. Lo observó, sus ojos se humedecieron; en ella surgió la imagen de aquel pequeño que tomaba su mano lleno de alegría buscando su atención; el arrepentimiento del tiempo que inevitablemente perdió con él; la vertiginosa velocidad del tiempo y el miedo de verlo partir. Este era su último año antes de que se marchara a estudiar a la Universidad.

-Vieja ¿Mi toalla?. La observo volver de su nostálgico trance.

-Ma, ¿Todo bien?, te noto rara.

-No pasa nada hijo, solo que me sorprende lo mucho que has crecido. Estamos en la hora, vamos.

Notas de un Cielo AnaranjadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora