Capítulo XV: A Sangre Fría.

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El sol despuntaba tímidamente sobre los altos muros de Jerusalén. La ciudad, siempre bulliciosa, se encontraba sumida en un extraño silencio, tan solo se escuchaba los pasos de Zacarías, el anciano sacerdote, caminando lentamente en dirección al santuario sin prestar atención a su alrededor, sumido de sus pensamientos.

Su rostro, surcado por arrugas profundas como los caminos de un viejo mapa, reflejaba una serenidad que contrastaba con la inquietud en sus ojos, ojos que habían presenciado el dolor y la esperanza de su pueblo. Sus pasos resonaban sobre las piedras del camino y la túnica blanca que llevaba ondeaba ligeramente al ritmo de su andar.

Había abandonado su casa en Hebrón para retomar sus labores en Jerusalén, y apenas llevaba un día en el pueblo cuando fue recibido por varios fieles que mostraron alegría por su presencia.

-Nos enteramos de que estuvo con el Rey -comentó un creyente, sus ojos llenos de preocupación-. Pensamos que pudo haber sucedido algo malo.

-Lamentablemente, la cosecha de este mes no podrá ser entregada -dijo Zacarías, apoyando una mano sobre el hombro del hombre, intentando ofrecer consuelo-. Pero todo estará bien. Ahora más que nunca debemos rezar para que nuestros campos sembrados brinden abundancia.

La atmósfera en el templo era espesa, como la mezcla de incienso que ardía en los braseros, un aroma denso y almizclado que se fundía con el murmullo de las oraciones, un coro de súplicas y agradecimientos que revoloteaban entre las columnas de piedra.

Zacarías, con una reverencia, comenzó su ritual diario de ofrecer incienso en nombre de Dios, susurrando oraciones que elevaban su espíritu y, creía él, también el de su pueblo.

Sin embargo, una inquietud invisible pesaba sobre sus hombros, una sombra de preocupación por su esposa Isabel y su hijo Juan, quienes se escondían en las montañas para evitar la furia de Herodes.

A su mente llegó el rostro temeroso de su esposa.

Aquella noche, la luz de la luna se infiltraba por las humildes ventanas del hogar de Zacarías e Isabel

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Aquella noche, la luz de la luna se infiltraba por las humildes ventanas del hogar de Zacarías e Isabel. Afuera, el viento soplaba suavemente, llevando consigo los ecos lejanos de aquella conversación. Dentro, el ambiente estaba cargado de una tensión palpable, una mezcla de miedo y determinación.

Zacarías estaba de pie junto a la puerta, su rostro surcado por arrugas demostraba su preocupación. Miraba hacia la oscuridad de la noche, como si buscara respuestas en las sombras. Isabel, su esposa, estaba sentada cerca de la chimenea, con su pequeño hijo Juan en brazos, dormido y ajeno a la angustia que afligía a sus padres.

--Isabel-dijo Zacarías, rompiendo el silencio-, debemos hablar.

Ella levantó la vista, sus ojos reflejando la misma inquietud que los de su esposo.

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