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Sebastián

Atravesé la reja aprovechando que todavía no había mucha gente circulando por la calle, no quería que alguno de mis amigos me viera salir de la casa de Facundo. Me puse la capucha, miré a los dos lados de la vereda antes de caminar a la casa de Martín, hoy teníamos que ir a ayudar a la iglesia en el voluntariado, mi mamá y la suya nos habían obligado a ir. Golpeé las palmas afuera de las rejas y esperé a que alguien saliera.

—¡Martín! —llamé mientras volvía a aplaudir para que me escucharan.

Esperé unos minutos más. Las cortinas de la ventana del comedor se movieron, después escuché que destrababan la puerta, Inés, su mamá, me saludó e hizo una seña para que esperara antes de volver a cerrar la puerta. Martín salió un rato después con cara de dormido y apenas peinado, parecía que su mamá lo había levantado a patadas de la cama. Fuimos a la iglesia hablando apenas, él no estaba muy lúcido en ese momento. Vi al Padre Matías en la entrada con algunas de las novicias y Hermanas. Vi a María también. Mi primer pensamiento fue que era una hipócrita, pero lo descarté lo más rápido que pude, yo también lo era, aunque nadie más que mi propia consciencia lo supiera. Desvié la mirada cuando ella me miró, sabía qué significaba su expresión seria. Era casi la misma que ponía Facundo cuando me veía por la calle, la de él solía ser más severa. Miré a Martín, seguía dormido, no sé daba cuenta de nada. Decidí acercarme al Padre para preguntarle qué era lo que necesitaba que hiciéramos. No era mucho, lo que teníamos que hacer, solamente clasificar juguetes que se iban a llevar a las provincias por el día del niño que se acercaba. En realidad no había mucho que clasificar, entre los dos en cuestión de dos horas, ya habíamos terminado. Martín, en algún momento, se había despabilado por fin y ya podía seguir una conversación como una persona normal. Decidimos ir a la casa de Pablo, le mandé un mensaje y, cuando llegamos a su casa, nos estaba esperando en la vereda. Nos paramos los tres contra la reja.

—¿Qué tal el voluntariado?

—Un bodrio —contestó Martín—. Al menos estaba María.

—Pero si no te va a dar bola, Tincho.

—¿Vos qué sabés? Capaz yo la puedo hacer dejar a Laura.

—¿Con tus dos milímetros?

Pablo y yo nos reímos, pero mi risa se apagó cuando vi a Facundo pasar. La sonrisa se me borró. Fruncí un poco el ceño y le hice una seña con la cabeza, como lo hacía siempre. No sabía cómo se suponía que debía actuar ahora, menos después de haberle dejado una carta que, estaba casi seguro, ya había leído. Por su cara, pude intuir que no le había caído en gracia. Siguió caminando hasta perderse de mi vista en la esquina. Era probable que me odiase todavía por lo de Gabriel y el cura.

—¿Qué te pasa, Sebas? —preguntó Pablo—. Te quedaste colgado.  

—Nada, nada. —Los miré—. Me voy a casa, mis viejos me deben estar esperando.

Los saludé y caminé a mi casa con la manos en los bolsillos, hacía frío todavía. Pensé en Facundo, en su cara, en su evidente rabia contra mí y mis amigos. No entendía cómo había sido capaz de golpearlo aquella vez, nunca había tenido valor suficiente para acercarme a él, ¿por qué aquella vez lo hice? Si no hubiera estado con los chicos, seguramente no me hubiera atrevido a decirle nada a Gabriel y mucho menos me hubiera atrevido a pegarle a Facundo. Siempre lo había admirado, o eso creía, hasta que me di cuenta que era exactamente como Gabriel. La frustración me ganó, él era capaz de salir del clóset y yo era un cobarde que no podía decirle nada a nadie. Él tenía un amigo que lo defendía de todo y de todos. María estaba de su lado, el cura también, incluso cuando pensé que ningún hombre era capaz de resistirse a mi hermana. Ahora le tenía envidia a Gabriel, él había salido limpio de todo esto, del barrio, de lo que decían y se había llevado al Padre con él sin ningún problema. Yo no podía decir nada, no podía acercarme a Facundo, no podía hablarle o corría el riesgo de que me encajara una trompada, con justa razón. Entré a mi casa, saludé a quien fuera que estuviera sentado en la mesa del comedor, ni siquiera me fijé si realmente era un apersona, y me metí en mi cuarto. Tiré mi abrigo en una silla que casi no se podía distinguir por la cantidad de ropa que tenía encima y me acosté boca abajo con una mezcla entre frustración y sueño.

No te odio [Anexo]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora