Isaura - Parte I

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El tiempo de los destiempos

Todo ardió.

Ranchos, establos, árboles, seres...

Las llamas se elevaban, insaciables, en danza incandescente y con el crepitar de la destrucción.

Algún grito desesperado, otro agónico, el balido de las cabras y el ulular de los búhos reverberaban en las sierras, viejas guardianas de capa oscura.

La densidad de la noche en luna nueva cobijaba, silenciosa, la tragedia plena de luz.

Nadie se metía con el desagravio. Nadie se metía con la magia. Nadie se metía con el poder del fuego.

Dos figuras singulares, una encorvada y otra de pequeña estatura, se recortaron en la luminosidad del caos como dos fantasmas. Rumbearon para el oeste caminando lento, pausado, con cansancio y resignación. El sendero era ascendente y sinuoso, pero conocido. Cuando llegaron a la primera colina, pudieron ver los estragos que el fuego había causado en el valle.

La mayor portaba un cayado que le servía de sostén, para inspeccionar el desnivel del terreno y para apartar alimañas. Esta vez, lo levantó hacia la inmensidad del firmamento, cerró los ojos y dijo:

Hamuy wayra muyoj. Tukuy imata apakuy. Vengakuy rumakun. (1)

Entonces, el ciclón empezó a soplar. Las estampas siguieron su trayecto sin mirar hacia atrás. Para cuando el tornado se llevaba todo vestigio de incendio, las mujeres pisaban el umbral de la caverna del tiempo de los destiempos.


(1) Vení, remolino. Llevate todo. La venganza está hecha. 

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