Algo había cambiado.
Intentaron que todo volviera a la normalidad, pero no pudieron. Ya no eran los mismos.
Isaura se volvió más huraña que de costumbre; y Calandre, más insistente que lo habitual. Ella necesitaba distancia. Él, cada vez con más apremio, una definición. Quería concretar la unión con la mujer, de esto dependía su futuro. Sabía que en cualquier momento lo trasladarían y no quería marcharse solo. Pero Isaura estaba retraída, se negaba a hablar del tema y lo dejaba en ascuas.
Pasaron un par de meses de mucha tensión, de discusiones que no llevaban a ningún lado, cuando el inglés recibió las dos noticias más trascendentales de su vida.
Había llegado la carta de su traslado a Buenos Aires. En cuanto supo, fue a casa de Isaura y se lo comunicó.
Isaura lo miró, entre triste y resignada y le dijo que estaba embarazada.
Calandre quedó mudo. Cuando pudo reaccionar, se dio cuenta de que había llegado la hora. Se puso de pie, respiró hondo, y en impulso repentino vomitó las palabras que había aprendido y preparado para este momento:
—¿Casaracuita munanquichunogahuan?(1)
Isaura se puso lívida. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Se levantó como pudo en un intento de tomar distancia. Un mareo la hizo trastabillar.
—Disculpame, Frederick, pero esto es demasiado para mí. Todavía no sé qué va a ser de mi vida, necesito tiempo.
El inglés, que había creído que el mareo y la lividez eran producto de la emoción, nunca se imaginó esta respuesta.
—¿Qué tiempo necesitas? ¡Es mi hijo! ¿Cuál es tu problema? ¿No me amas? —contestó el hombre.
—Estoy confundida, es eso. Necesito tiempo —dijo Isaura, bajando la mirada. Las náuseas la acuciaron. Hizo un gran esfuerzo para mantenerse en pie, pero no podía flaquear. Se tomó el vientre con las manos y respiró hondo.
—Pero ¡¿cómo?! No entiendo. Pensé... pensé que sentías algo por mí. Ahora que viene un niño, pensé que lo lógico era seguir juntos. No entiendo, Isaura. Tiempo no es lo que nos sobra, ni a vos, ni a mí. No falta mucho para que se note el embarazo y yo tengo que definir mi ida a Buenos Aires —dijo el inglés, con rostro tenso y preocupado.
La mujer miró al suelo.
—Lo siento.
—Por favor, Isaura, no estás midiendo las consecuencias. ¿Cuál es el impedimento? Te lo vuelvo a preguntar, ¿no me amas? —volvió a hablar el inglés, desazonado.
La mujer endureció el gesto. ¿Cómo explicarle que se trataba de algo más grande? ¿Cómo explicarle que si ella se casaba perdía su libertad? Pasaría a depender de un hombre. ¿Cómo explicarle que ella se había jurado esa independencia, que no repetiría los pasos de las mujeres que había conocido? Tenía que mantenerse firme.
—Lo siento, Frederick. Necesito tiempo.
—¡No, Isaura! O ahora, o nunca. Te lo repito por última vez: ¿casaracuita munanquichu nogahuan?
Él levantó la voz. En esa frase se jugaba la felicidad. El sonido salió enfático, turbulento y quebrado. Era un sonido de rabia, súplica y desesperación.
La mujer hizo la pregunta. Esa pregunta sustancial que lo definía todo. Esa pregunta que sellaría esa dependencia hacia el hombre para siempre, que definiría quién era el que llevaba las riendas por más amor que hubiera:
—¿Eso significa que tengo que irme de mi Santiago? —preguntó la mujer mientras la frialdad se apoderaba del corazón y del rostro.
Hubo un silencio palpable, turbio, lleno de sonidos.
El silencio que cortaba el tiempo. El silencio que mantenía en el limbo todas las sensaciones y todas las vivencias.
Era el silencio previo a las decisiones que marcan la existencia.
—Sí.
Dos letras. Y el destino estaba sellado.
—Sí.
Dos letras, y la moneda ofrecía una de sus caras.
La decisión tomada.
No había vuelta atrás.
—Sí, porque me trasladaron a Buenos Aires, porque te amo, y porque vas a tener un hijo mío —contestó, confundido ante la obviedad—. ¿No es motivo suficiente Isaura?
La mujer lo miró a los ojos y después miró al suelo.
—Lo siento —susurró en un hilo de voz.
— ¡¿Casaracuita munanquichu nogahuan?! —esta vez lo gritó, como si la intensidad pudiera revertir la negativa. La voz volvió a quebrarse mientras los ojos del hombre ardían.
Isaura volvió a tomar aire, se volvió de piedra, consiguió elevar la mirada y le dijo con la voz más dura que pudo encontrar:
—Mana munanichu(2) — se sostuvo con el mentón erguido, altiva, puro hielo en el corazón. Un hielo que se quebraba irremediable destrozo al ver el esbozo de las lágrimas en los ojos de miel del único hombre que amaría en toda su vida.
El desprecio de Isaura fue suficiente para que él no insistiera más.
La decisión era clara.
Puso en práctica su flema inglesa y no le recriminó nada. Se tragó el dolor, y el orgullo acudió en su ayuda. Un hombre despechado, una mujer que no lo merecía. Dejó que una ira caliente lo solventara.
—No te preocupes que no me vas a volver a ver. Lo único que quiero es que aceptes unos terrenos que están al oeste de la cuidad. Yo no pienso volver a pisar Santiago del Estero, pero quiero dejarle algo a mi hijo —lo dijo arrastrando las palabras y con la voz ronca.
—No necesito nada de nadie para criar a mi hijo. Además, el oeste es pleno monte. ¿Para qué querría vivir yo ahí? —dijo Isaura en un tono desagradable y soberbio.
—Entonces no hay nada más que hablar. Espero que no te arrepientas de lo que decidiste.
—Eso corre por cuenta mía —contestó la mujer.
El hombre se dio media vuelta, montó su caballo y se perdió en el horizonte.
Cumplió su promesa. Nunca más vería a Isaura.
1- ¿Casaracuita munanquichu nogahuan?: ¿Quieres casarte conmigo?
2- Mana munanichu : No quiero.
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El linaje
Historical FictionCuatro mujeres unidas por más que la sangre... Magia, naturaleza, amores y desamores. Un linaje que inicia con Isaura en el Santiago del Estero de 1860 y continúa casi hasta la actualidad. Historia a publicarse próximamente con Editorial Vanadis.