Isaura llegó a la capital de la provincia, rentó una casa y se asentó. En la nueva morada de la capital había un traspatio amplio, árido y seco. Ella comenzó a trabajar la parcela, pidió permiso para abrir la tierra y para cobijar los nuevos seres en su vientre. Lo que era un erial se transformó en poco tiempo en un enjambre de hojas, ramas y frutos; todo opulento y lleno de vida. Destinó una pieza oscura y fresca para la botica, donde acopió las medicinas que había traído del Bañado, todas procesadas por sus manos y las de su «paya», como ella nombraba a Aukasisi. Para obtener las plantas que le faltaban, ya fuera porque no tenía suficientes o porque no se conseguían en la ciudad, se contactó con un jarillero, un vendedor ambulante que recorría los cerros para recolectar yuyos con poder curativo y luego comerciarlos.
Con el tiempo se fue haciendo conocida por su capacidad para curar con las plantas y comenzaron a respetarla y a consultarla con frecuencia. Los sanadores no abundaban y los buenos, menos todavía. En una época donde la medicina poco podía hacer por ciertas enfermedades, la gente buscaba su sanación con los vegetales y la medicina casera. Isaura era sólida en su accionar y su soledad la había envuelto en un aura de misterio. Que fuera de las sierras del sur también llamaba la atención. Muchos conocedores de las plantas eran de zonas serranas.
Su estampa despertaba admiración y sospecha por igual. Una metáfora imposible de veinte años: una doncella sola y hermosa que se ganaba el pan por sus propios medios y no dependía de nadie. Eso, para el año1880, era algo inaudito. «Es bruja. ¿Cuándo has visto una curandera tan joven?», decían las malas lenguas. Isaura alimentaba esta fantasía en las personas, no por voluntad, sino porque estaba absorta en su propia historia. Es que ella estaba purgando una pena: luchaba por entender, por manejar el enojo, la impotencia, el resentimiento de lo que le había sido develado y, al mismo tiempo, trataba de sobrevivir en un lugar desconocido.
Por eso hablaba poco.
Y soñaba mucho, como siempre desde que era niña. En la noche, el alma se le escapaba y viajaba a su tierra natal para encontrarse con quienes había dejado atrás: su madre, quizá su abuela o su bisabuela, todas aquellas que la habían precedido y que habían perdido el nombre al volverse espíritus. A ellas les pedía una explicación, a ellas les preguntaba por qué: a sus awichas.
Encerrada en su ámbito natural, poco le importaba lo que ocurría afuera: el ferrocarril, la luz eléctrica, el telégrafo, grandes inventos de su tiempo que habían deslumbrado a los ciudadanos y por los cuales unos cuantos de miles de inmigrantes europeos vinieron para asentarse en la Madre de Ciudades, así como en todo el país.
El pueblo santiagueño aceptaba de buen grado la presencia de las compañías extranjeras porque tenía esperanzas. El pensamiento colectivo soñaba con recuperar el viejo esplendor que la ciudad alguna vez tuviera en epopeyas pasadas, cuando era la ruta obligada que conectaba los países limítrofes del noroeste con Buenos Aires.
Para el 1880, los ingleses estaban en Santiago del Estero por el tren. Eran ingenieros ferroviarios con sus familias, personal calificado para la colocación de rieles y durmientes, y la servidumbre. Se habían instalado en la nueva tierra, separados de los lugareños. Habían cercado el territorio que ocupaban y constituyeron una comunidad cerrada porque, además del desear delimitar su espacio, conservaban y pretendían preservar a rajatabla su idioma, sus costumbres, su religión y su moral.
Isaura era insensible al entusiasmo colectivo de sus coterráneos y toleraba con cansada indiferencia el continuo murmurar en el mercado, en las calles, en el encuentro con las vecinas. No le gustaban los ingleses, les tenía desconfianza. Los consideraba unos intrusos y los intrusos nada bueno podían traer. Para ella, eran petulantes y despectivos. «Andan oliendo mierda con sus naricitas respingadas y sus maneras afeminadas todo el día», pensaba. Los había visto cubrirse la cara con un pañuelo cuando tenían que cruzarse con los criollos. Creía que, en el ánimo de asentar su acervo, mantenían rituales que en la nueva geografía eran de sobremanera ridículos. La hora del té a las cinco de la tarde le parecía una burla cuando el mismo infierno encarnado en el verano se filtraba por las puertas y por los escotes que lloraban lágrimas de sal. Ella, que por naturaleza o por devoción honraba a las mujeres, les tenía rechazo a las inglesas por querer conservar su piel lechosa a toda costa, y no dejaba de encontrar ridículo el vano intento de cobijarse en sombrillas cuando unos cuarenta grados cómodos laceraban lo que encontraban a su paso.
ESTÁS LEYENDO
El linaje
Historical FictionCuatro mujeres unidas por más que la sangre... Magia, naturaleza, amores y desamores. Un linaje que inicia con Isaura en el Santiago del Estero de 1860 y continúa casi hasta la actualidad. Historia a publicarse próximamente con Editorial Vanadis.