El encuentro de amor no alteró grandes cosas en la rutina diaria, excepto por las noches. El trabajo era el mismo durante el día. Las dos mujeres, abocadas a sus quehaceres.
Ahora iban con más frecuencia a la colonia porque el caso del ingeniero curado por la sanadora se había hecho popular. Isaura pudo comprobar cuánto apreciaban a Frederick los trabajadores. Visitaba a la Granma y compartía sus scons deliciosos recién sacados de la cocinilla. Tenti siempre revoloteaba con sus halagos y su admiración. Después de todo y salvo excepciones, la Colonia no era tan mala como Isaura se había imaginado.
A veces se internaban monte adentro porque el inglés comenzó a interesarse por la flora autóctona. Isaura, feliz, se explayaba explicando cuando encontraban algún ejemplar. Calandre, por su lado, dibujaba.
—El poleo es un arbusto. En Santiago es de hoja chica, por la falta de agua, pero el salteño tiene las hojitas más grandes y es menos espinoso. Si viéramos la raíz, te darías cuenta de que es más profunda que la propia planta, para buscar su agua. Su aroma es único. Cuando lo hueles por primera vez, después no te lo olvidas más.
—Mi Isaura, entonces el poleo es como vos —dijo el inglés, meloso.
—Ah, dejate de jorobar, Calandre —contestó risueña la mujer y siguió explicando—.Esta plantita es el ancoche uno de los alimentos favoritos de las cabras. Se usa para sacar los piojos también.
Señaló otra planta arbustiva y espinosa que tenía unos frutitos blancos ovalados, de no más de dos centímetros. El hombre, atento, dibujaba la planta con visible destreza.
—Quimil. Es un cactus, como verás. La penca se rescoldea y se coloca en las mordeduras de víboras, pero en el momento en que ha ocurrido. Por eso no he podido usarlo con vos —aclaró Isaura.
El hombre miraba a esa mujer con admiración. Él venía de un mundo en donde la cultura salía de libros y disertaciones. De horas, días, meses de estudio. De corroboraciones, de lógica. Y por supuesto, la sapiencia era patrimonio casi exclusivo del varón. Encontrarse con Isaura, para él, era un enigma irresoluto. Era todo lo contrario a su aprendizaje de la vida. La independencia, la inteligencia y la solvencia en lo que hacía. No era una improvisada. Tenía una fundamentación contundente nacida de la observación y de un legado que no estaba escrito.
—¿Dónde aprendiste todo esto, mi Isaura? —preguntaba con frecuencia, incrédulo.
—Ya te he dicho, Calandre, de las mujeres y del monte. Las mujeres cuentan y transmiten los saberes. El monte te los muestra.
—¿Pero no hay nada escrito? —insistía sin poder entender que la oralidad fuera una fuente de saber tanto milenaria como efectiva.
—No, porque supongo que no ha sido necesario —contestaba Isaura. Para ella era una obviedad.
Y eso era todo. No había tantas vueltas, por más que él las buscara. Y de pronto ella lo interrumpía en sus cavilaciones para enseñarle alguna otra cosa:
—¡Vení, Calandre! —Isaura entusiasmada miraba al suelo.
Se agachó y observó un pequeño orificio en la tierra.
—Prestame tu facón —le dijo.
Con cuidado, cavó alrededor del orificio a unos centímetros de distancia. Le dio una profundidad de unos siete u ocho centímetros y extrajo el tesoro. Era una tinajita perfecta que cabía de sobra en la palma de la mano.
—Miel de ashpamishqui —explicó Isaura—. Es una abejita pequeña que hace su colmena en el suelo.
La mujer extrajo el néctar y con el índice lo puso en los labios del hombre. Esa miel silvestre, ínfima y dulcísima fue el preludio que los volvió a unir en los cuerpos.
Esa vez se amaron en el monte, alumbrados por un sol intenso que les abrillantaba la piel de sudor. Estaban rodeados de cardos en la tierra seca, arenosa, pero ninguno osó molestar la danza sexual. Hasta una cactácea rastrera, el uturuncu huacachina, cuyo nombre significa que «hace llorar al tigre», les hizo lugar sin dañarlos.
Mientras retozaban, oyeron a lo lejos el sonajero de la víbora cascabel saludándolos. La urpila, una pequeña paloma del monte, cantaba bendiciéndolos en la punta de una tusca. Las vizcachas volvían a sus cuevas a compartir el amor.
Los amantes eran parte de la tierra.
Por las noches, el inglés visitaba a Isaura. Eran veladas agradables, de charla tranquila y de risas fáciles por las ocurrencias de Qillqa. Esa chinita era muy curiosa y atosigaba al extranjero para que le contase historias de su país, del Atlántico, de Buenos Aires. Calandre aguantaba sus urgencias de hombre, estoico, en esas sobremesas llenas de personajes, tormentas y climas neblinosos. Hablaba de piratas, de corsarios y de héroes marítimos. Para reforzar sus cuentos, comenzó a traer libros. Y con la llegada de ellos, se abrió otro portal. Esas dos mujeres, hijas de la oralidad, aceptaron ávidas las enseñanzas que los viejos de papel les ofrecían.
De pronto fue común que después de practicar el amor con la misma osadía de siempre, Isaura le pidiera, como parte del rito, que le leyera un libro.
Y así, a luz de una vela cansina, ella absorbía con desmesura las palabras, las frases de un mundo que no conocía. Acostumbrada a escuchar y a observar, retenía hechos y detalles que al inglés se le habían pasado.
Calandre se proveyó de libros en castellano, puesto que los que tenía estaban escritos en inglés. Entonces era ella la que leía, primero con muchas limitaciones porque de lectura y escritura manejaba lo básico, pero fue ganando fluidez y al final logró imponerle al relato una expresividad que lo hacía más veraz y atractivo.
La fusión fue inevitable.
De pronto, el inglés miraba, palpaba, olía, probaba. Ella, volaba, imaginaba, pensaba, teorizaba. Sus mundos, tan concreto el de ella, tan abstracto el de él, habían empezado a difuminarse, nutriéndose el uno del otro.
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El linaje
Historical FictionCuatro mujeres unidas por más que la sangre... Magia, naturaleza, amores y desamores. Un linaje que inicia con Isaura en el Santiago del Estero de 1860 y continúa casi hasta la actualidad. Historia a publicarse próximamente con Editorial Vanadis.