Isaura cerró la puerta y se entregó. Tirada en el catre, durante una semana no se movió, no comió, apenas tomaba agua.
Las tinieblas se habían cernido sobre ella.
Le había dicho que no al hombre que amaba. Le había dicho que no al padre de su hijo. Pero también se había negado a abandonar su provincia. Ya había tenido que irse una vez, se había jurado que no habría una segunda. Y también le había dicho que no al extranjero que vino a ocupar su tierra. Él era diferente, pero no alcanzaba. A ella no le había alcanzado. Ella cargaba un resentimiento profundo de edad legendaria por el exterminio de una cultura que no volvería, de la cual quedaban colgajos que ella, a duras penas intentaba rearmar. Ella lo había intentado. Ella ya era una mezcla de la colonización, pero su linaje estaba teñido de sangre, de violaciones y de vejación. Ella no podía perdonar.
No pudo perdonar.
Lo que nunca se imaginó fue la tristeza que la iba a invadir de esa manera. La ausencia del gigante rubio la encontraba con el vacío. Un vacío al que quería asomarse sin remedio.
Pero Qillqa estaba a su lado. Y así como Isaura una vez la había arrancado de las garras del águila que miraba la profundidad, ahora fue la india la que la devolvió a la vida, con las mismas hierbas que alguna vez ella había usado. La india fue la omnipresencia en ese tiempo sórdido de la mujer. Las awichas se habían retirado de sus sueños y no recibía ningún mensaje de ellas, solo Qillqa la tironeaba mientras el frío de un invierno cruel arreciaba a través de la ventana, el mismo frío que habitaba el alma de Isaura. La india peleó contra todos los espíritus que se habían apoderado de su Mamay, como le decía ella. Una lucha diaria, a veces solapada, a veces furibunda. Los koas perfumaban la casa ahuyentando los malos aires, pero en cuanto el humo se extinguía, volvían a aparecer.
Nada parecía hacer reaccionar a Isaura. La depresión en la que estaba sumida no tenía remedio. Qillqa le hablaba del niño que estaba gestando, de que la primavera se acercaba, de que los enfermos la esperaban. No había caso.
Decidió llamar a las awichas, les pidió mensajes y ayuda.
Al día siguiente Isaura se levantó. Autómata y gris, pero se levantó.
— ¡Mamay! Por fin —dijo la mujercita cuando la vio entrar a la cocina, demacrada y pálida—. Tenía miedo por el changuito.
—Mi guagua es una mujer. Voy a tener una chinita —contestó Isaura con una sonrisa triste. La india la abrazó. La mujer se dejó hacer y la vida decidió continuar una vez más.
La primavera las encontró hermanadas. Silentes como siempre. El vientre creció y la niña se manifestó moviéndose dentro de su madre. Qillqa suspiró porque era la única manera de saber que estaba viva.
Isaura se acariciaba el abdomen y Qillqa volvió a suspirar. La quería, quería a su hija, pero la luz que antes tenía su mentora se había retirado. Algo se había muerto. La india se daba cuenta. Algo que no volvería.
Para diciembre la mujer se convirtió en el esplendor de la redondez. Su humanidad era un nido de perfecta circunferencia, protuberante, redundando abundancia. Pasaba más tiempo en la huerta, mientras el calor la dejara, conectándose con la tierra. Se volvió más callada, más reflexiva. Qillqa sabía que ya faltaba poco.
Parió de noche el día de Reyes de 1888. Qillqa se afanó en hervir tijeras y cuchillos, mientras Isaura hacía un hoyo en la tierra, armándole a la hija su primera cuna.
Parió en el patio, y Qillqa aprontó sábanas que reverberaban en su blancura y las colocó en el hoyo, a modo de alfombra, debajo de la mujer.
Parió de cuclillas, el centro de su eje bien alineado, ayudada por la gravedad.
Parió descalza y libre, fuerte y orgullosa. Ella iba a ser madre. Iba a tener una hija. Su estirpe estaba asegurada.
Cuando la largó a la vida, se olvidó del dolor. La miró, la secó y cortó el cordón dándole la independencia.
Y antes de darle el abrazo de madre por primera vez, la apoyó con devoción en el hueco que había armado y dijo:
—Que la Pachamama sea tu aliada por siempre, hija. Por eso pido para vos el don de crear maravillas con tus manos y con sus frutos.
Después la abrazó y la acomodó entre sus pechos, mientras esperaba, apacible, soltar la placenta para enterrarla.
—Se va a llamar como la madre de Frederick —fue la única alusión que hizo a su amado.
Lo que las awichas le dijeron en ese último sueño que tendría de ellas por mucho tiempo se lo guardó profundo en el alma.
No volvió a invocarlas y ellas tampoco acudieron. Isaura sabía que las había enojado. El amor no es un regalo que merezca despreciarse.
Siguió trabajando con sus hierbas para ganarse el pan, pero algo se había roto. Estuvo siempre dispuesta para el más menesteroso y usó las hierbas con el mismo respeto de siempre, pero había perdido la fe en la sanación.
Ese dolor ancho que le quedó en el pecho la volvió más templada, más humilde, más taciturna. Nunca se perdonaría no haberle dicho a Calandre que lo amaba.
Se acordó de Aukasisi: «Hacele lo más suave que puedas el sufrimiento»...
No fue capaz.
Esa gran verdad se le quedaría atragantada durante toda la vida.
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El linaje
Historical FictionCuatro mujeres unidas por más que la sangre... Magia, naturaleza, amores y desamores. Un linaje que inicia con Isaura en el Santiago del Estero de 1860 y continúa casi hasta la actualidad. Historia a publicarse próximamente con Editorial Vanadis.