Isaura - Parte II

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Isaura vino al mundo en un 1860 inexacto, de un vientre de nombre desconocido, en un lugar poseído por espíritus desde tiempos inmemoriales.

Ella era de las cercanías del Bañado de Ovanta, Catamarca, de un paraje que ya besaba el paisaje serrano, pero siempre se consideró una choyana de ley. Choya, o traducido, la olla, era una región del suroeste de Santiago del Estero de gran superficie y belleza. Esta zona de cerros, valles, frutales y humedales fue repartida entre las dos provincias, Catamarca y Santiago por cuestiones políticas, ya que sus características geográficas, climáticas, de flora y fauna la constituían como un todo inseparable. Las sierras eran rebeldes; cada tanto bostezaban y provocaban sismos que despabilaban a los habitantes de Santiago con su revuelta de casas caídas de un adobe inseguro. La olla y el humedal vieron nacer a Isaura, ambos patrimonios naturales de unos indios dulces, pero independientes, pues preferían morir antes que ceder su libertad ante quien quisiera conquistarlos. Sus dueños seculares tuvieron que mostrar la flecha para defenderse de la invasión española, pero perdieron los cuerpos en esa lucha desigual. Sin embargo, el alma les siguió andando en el quichua, gutural, melodioso y persistente, hasta el día de hoy.

Isaura era una mixtura de sangres. La mezcla que inauguró la nueva raza del nuevo mundo. La cabellera oscura y lacia honraba a algún gen calchaquí rebelde a la extinción. Los pies anchos, preparados para andar descalzos. La voz, dulce y cantarina, pausada y concreta. Un cuerpo de andar ágil y sigiloso como el puma cuando caza. Sin embargo, la piel era nieve. Española. El rostro enigmático tenía un lunar en la mejilla izquierda, pequeño pero osado. La nariz, fina y aristocrática, terminaba mirando al cielo. Los ojos, inmensos y retintos. La altivez era de las dos sangres. La mirada franca, sostenida, cuello recto y mentón elevado. Llevaba el perfume de las hierbas entre las que creció: un olor serrano, frutal y aéreo.

Ella no conoció a su padre y había perdido a su madre de muy pequeña, por lo que no tenía recuerdos de quién la había traído al mundo. Una abuela de los aledaños de la que no era pariente la había cuidado como si fuera propia. Se llamaba Aukasisi (1). Era la sanadora y la matrona del paraje en donde Isaura nació, y había asistido su parto.

La vieja, pues ya era vieja cuando la chiquilla llegó a sus brazos, la instruyó en los misterios de la vida y de las plantas. La crio libre, en comunión con la naturaleza. Le hizo saber desde pequeña que ella era poderosa porque venía de una estirpe de mujeres que habitaban la magia. Le habló de su madre, de sus abuelas o payas (2), de sus bisabuelas o payaxmama(3)y de las awichas (4), ancianas sabias de otros tiempos, de todos los tiempos, espíritus ancestrales, que, desde el otro lado, velaban por Isaura. Por eso, y aunque fuera huérfana, la joven nunca se había sentido sola, y menos, desamparada. Por eso también, era una ferviente defensora de su terruño, de las costumbres vernáculas, del sortilegio sagrado que sana, que consuela. De la vida en el monte y su belleza, de su encanto y de su abundancia, que obra el milagro diario de la nutrición y la supervivencia.

Isaura tenía una conexión especial con el aire porque con él podía invocar a las Awichas. Cuando venía un cambio de tiempo que refrescaba la cansada tierra calcinada por el sol, ella se entregaba a la tormenta, a los relámpagos, a los truenos y al viento. En especial al viento: «Wayra (5) sur, jamuy caiman (6), apamuy (7)las awichas, apamuy las voces sabias, apamuy los mensajes». Las manos elevadas, los ojos cerrados, la cabellera suelta liberada al movimiento de olas, la ropa clara que se empapaba con la lluvia; toda ella ondeaba en una estampa fantasmagórica que parecía levitar. También las llamaba con los sahumos o koas (8), en el resguardo cálido del fogón que propiciaba el invierno. Echaba al rescoldo hierbas seleccionadas por sus cualidades y pedía los mensajes y respuestas que sus ancestras le traían por el humo.

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