Isaura - Parte IX

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Volvieron a su hábito de siempre, tranquilo y taciturno. La disentería aflojó junto con el calor. Los sueños de la sanadora también. La ausencia de esta tríada les permitió recuperar el descanso.

Isaura había rechazado los dineros de don Tenti, pero Qillqa, astuta, se los había aceptado por detrás. No les faltaba de comer, pero llevaban una vida muy austera. Cuando apareció con unos jamones rozagantes hecho por los tanos(1) de los aledaños, Isaura decidió hacer la vista gorda sobre su origen. Los comieron y los disfrutaron con escarola de la huerta.

Una semana más tarde, don Frederick se presentó en la morada de Isaura. Otra vez el impacto. Y ese cosquilleo que le subía desde el bajo vientre y se empeñaba en colorearle las mejillas blancas. Ella evitaba sus ojos.

El hombre le mostró la herida. Ella revisó a conciencia, sabiendo que él la miraba directo. Ella se volvía más pétrea y concentrada al saber que él la indagaba. Qillqa, como por arte de magia, había desaparecido.

Isaura dio por terminada la consulta y, con ella, se fue también esa tensión que cortaba el aire.

Lo invitó a tomar mate con moroncitos(2) en la cocina, terreno neutral, y Qillqa no tenía excusa para irse.

Fue la primera charla que circulaba por carriles normales. Nada de purulencias y sangrados, ni fiebres, ni yuyos, ni pócimas, ni torundas.

Frederick Calandre tenía veintiocho años. De una altura considerable, su melena dorada y con ondulaciones se moderaba en una coleta sensual. Vestía idéntica bombacha de gaucho como la que Isaura le había conocido, camisa blanca y amplia, abierta en el pecho. Ambas prendas ceñidas en la cintura con faja, cinturón y una rastra de seis cadenas de bronce. Calzaba botas de cuero altas, sombrero de ala ancha y copa baja, tipo chambergo(3), y el facón(4) colgando de un costado.

Hacía cinco años que estaba en la Argentina. Con una vida medio itinerante, marchando al ritmo de la gran serpiente, había pasado por Buenos Aires, Rosario, Santa Fe y Córdoba. A Santiago del Estero llegó cuando en 1884 se habilitó el ramal que unía Frías con la capital. Isaura se acordaba de ese histórico 12 de octubre, cuando más de seis mil personas se amontonaron en el Cabildo para aplaudir la llegada de la primera locomotora.

—Don Frederick, ¿qué opinión tiene usted sobre los árboles que matan para hacer los durmientes? —preguntó Isaura a quemarropa.

El hombre tartamudeó.

—Y bueno... Yo creo que no podemos negar los avances de la tecnología, pero pienso que tendríamos que ser más mesurados con la tala —contestó, visiblemente incómodo.

—A mí me parece que la tierra sufre y los que hemos nacido en ella también —devolvió Isaura, que no sabía que había temas que no se podían tocar en honor al decoro.

—¿Y por qué ustedes sufren también? Hay trabajo para muchos en los obrajes, en los latifundios, en las carpinterías. —El inglés no lo dijo muy convencido, porque los sueldos de la mano de obra eran irrisorios y todas las ganancias iban para la compañía.

—Vamos, míster Calandre. —Ya en Isaura brillaba la pupila de la bronca. Se hizo para atrás, levantó el mentón y continuó ácidamente—: Creo que usted sabe mejor que nadie que esas gentes viven al día. Apenas les alcanza para comer y lo poco que les sobra se lo bajan en la pulpería más cercana, en el boliche, o con prostitutas, porque la única dignidad que les queda es ahogar las penas y olvidar hasta el día siguiente.

La cara de anonadamiento del inglés no tenía desperdicio. Por mucho menos hubiera interrumpido una conversación de ese cariz, pero paradójicamente, se sentía obnubilado, hechizado y entregado por esa hembra indómita que le había cantado las cuarenta con desparpajo y en dos frases.

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