Isaura - Parte VII

33 2 3
                                    

Febrero de 1886

Estaba muriendo el mes y el verano parecía no haberse enterado, porque todavía hostigaba con rudeza cuando tocaron a la puerta por una consulta distinta.

Mamay, ¡nos vienen a buscar en sulky! Es urgente —gritó Qillqa—. Un «picao» de víbora, está muy mal, dicen.

Diligente, corrió a buscar los bártulos. No era frecuente que tuvieran que acudir a la casa de alguien, pero una mordedura de víbora era cosa seria. Se aprestaron, cargaron todas las hierbas efectivas para el caso y algunas más, por las dudas. Al subir al carro, Isaura torció el ceño. El que conducía no era conocido.

—Eh, don, ¿a dónde nos lleva?

Era un hombrón rubio, de tez blanca muy maltratada por el sol y el alcohol, lo que le daba una apariencia de camarón arrugado, con nariz prominente y bulbosa. No habría llegado a los treinta, pero parecía más viejo y ajado.

I don't speak, no hablar «espaniol» very well. Míster, víbora, en pierna. Muy mal.

A Isaura no le gustó nada la situación. Estaban yendo al sector de los ingleses. Nunca había andado por ahí. Aún más: nunca había hablado directamente con uno de ellos. No le parecía posible que los extranjeros pudieran necesitar sus servicios, porque tenían su propio médico. Que ella fuera una curandera, como llamaban despectivamente a los sanadores, la sacaba de toda opción en esa sociedad que ella consideraba cerrada e inescrutable. Apretó fuerte su medalla de la virgen en el cuello y rogó que no fuera una trampa.

Llegaron a un lugar apartado de la civilización, a unos veinte minutos de la ciudad. Entre el monte tupido por el que transitaban, apareció de pronto un portón imponente de madera. A un silbido del carrero, un par de chiquillos púberes con el pelo amarillo abrieron la gran puerta. Al entrar, Isaura observó que todo el contorno de la propiedad estaba prolijamente delimitado por alambres que se mantenían erguidos gracias a unos recios postes que se disponían a unos ocho metros de distancia. La madera era de quebracho blanco, autóctona.

«Malditos», masculló Isaura para sus adentros, «están matando los árboles para cercar la tierra que es de todos». Tenía la cara desencajada y una mala espina. Estaba arrepentida de haberse subido a la carreta. Qillqa, siempre atenta a su mentora, adivinó lo que pensaba y le habló con suavidad:

—Es un enfermo como cualquiera, mamay; necesita nuestra ayuda. La Pachamama nos va a agradecer, vas a ver.

Siempre daba en el clavo. Las palabras justas en el momento justo. Isaura nunca se negaría a ofrecer su don a alguien menesteroso.

Se abrieron paso a un predio enorme con casas de ladrillo, sobrias pero imponentes, que se asemejaban a las que ocupaba solo la selecta sociedad. Tenían establos, corrales y sembradío, y muchas dependencias más que ella no pudo reconocer. Todo el terreno estaba desmontado, sin una planta que sugiriera el lugar en donde estaban. No vio ni un chañar, ni una jarilla, ni un mistol, ni una tusca. Había unos árboles que ella desconocía, pero eran apenas retoños que agonizaban en un clima que no les pertenecía.

«¿Por qué han hecho esto? ¿En qué les molestaba la vegetación reinante y con qué necesidad la han reemplazado?», se preguntó. Isaura no podía creer que todavía estuviera en Santiago del Estero. La trasplantada parecía ella.

El hombre condujo por calles blancas de polvo, en cuadrículas perfectas. Miró de reojo a Qillqa. Lo que para Isaura parecía un horror, para la chica, con su mirada ávida y curiosa, era puro asombro.

Desde la entrada, habrían hecho unos trescientos metros cuando llegaron a una construcción similar a las otras, pero más pequeña. Mientras caminaban, una pequeña multitud de curiosos se fue sumando en el trayecto, pero no vio ninguna mujer.

El linajeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora