Prólogo

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El sacerdote llevaba a cabo el exorcismo leyendo en voz alta las oraciones sagradas escritas en su biblia, sosteniendo en el aire el rosario que solía llevar en el cuello con una gran cruz de madera que apuntaba a la mujer que se retorcía y gritaba violentamente al estar atada de brazos y piernas a la cama, mientras la partera, sudando y temblando del horror, procuraba mantener abiertas las piernas de la joven, pues así como ella estaba luchando por su alma, su bebé luchaba por nacer.

La madre, bañada en sudor y lágrimas, gritaba con una voz que no era la suya, desgarrando su garganta por los alaridos inhumanos que salían de ella. Su piel era tan blanca que sus venas se visualizaban a través de ella. Sus dedos se aferraban a la frazada como ella a la vida mientras el demonio que habitaba su cuerpo, se negaba a abandonar a su huésped. Anhelaba devorar el alma inocente y pura del no-nacido, pero la resistencia a someterse de su madre y aquellas oraciones no le permitía tomar lo que su naturaleza le reclamaba.

—¡Abandona este cuerpo, alma del infierno! —volvió a vociferar el hombre, bajando la cruz y sacando de su bolso una botella de agua bendita. Quitó el corcho con los dientes y arrojó su contenido un par de veces sobre la mujer.

La piel desprendió vapor el primer contacto y el ser demoníaco que habitaba su ser, rugió con dolor y rabia desde el interior de su recipiente mortal. Se convulsionaba enloquecido sobre el colchón, gruñendo y salivando con un salvajismo desenfrenado debido al ardor proporcionado por el líquido sagrado que había logrado debilitarlo. Aunque el alma de aquella humana parecía estar a su merced, su conciencia se negaba a apagarse, pues hacerlo significaba su muerte y la de su hijo que aún residía en su hinchado y adolorido vientre. Continuó resistiéndose a pesar del martirio que era experimentar cómo su espíritu era arrastrado hacia un pozo de desesperación mientras su cuerpo era sometido a las contracciones de un parto que se había prolongado demasiado.

Ya habían pasado tres horas y ninguno de los presentes estaba dispuesto a ceder, pero estaban agotados; el inocente debía nacer pronto o de lo contrario, ya nunca lo haría y la partera le hizo saber esto al padre, quien, a pesar del cansancio, estaba decidido a mandar de vuelta al infierno a esa entidad oscura.

Lo que hizo a continuación fue peligroso, sí, pero ya no le quedaba más opción y las medidas de seguridad eran lo que menos le importaban en ese punto.

Desvaneció los metros de distancia entre él y el demonio y se puso junto la cama, poniéndo la cruz sobre la frente de la víctima, cuyo huésped aumentó el volumen de sus gritos agonizantes a un volumen desproporcionado a tal punto que los objetos que decoraban la habitación como las fotos en las paredes, espejos y demás, empezaron a romperse y caer de su lugar, desatando en efecto en cadena de estruendos y estallidos que esparció el desastre en cada rincón.

La tormenta que azotaba fuera se mezclaba con los alaridos agónicos del ser oscuro, ensordeciendo los tímpanos de los presentes y aturdiendo sus mentes.

Al estar tan cerca del cuerpo poseído, la piel del brazo del religioso con el que sostenía la cruz, empezó a quemarse como un intento desesperado del demonio por alejarlo, pues la fuerza de ese símbolo sagrado lo debilitaba y lastimaba lo suficiente para perder el control de ese cuerpo. El padre pudo notarlo rápidamente y pese al ardor infernal que se expandía por su brazo, no flaqueó en su posición y continuó.

—Te ordeno regresar al abismo por el que saliste... ¡El poder de Cristo te obliga! ¡Señor, libera a esta alma de las garras de la oscuridad! —soltó la biblia que llevaba y volvió a tomar el frasco que había dejado en la mesa de noche y vertió por segunda vez lo que quedaba del agua bendita en el cuerpo de la magullada mujer dando espasmos y retortijones sobre el colchón.

La voz profunda y bestial que desgarraba las cuerdas vocales de la mujer, se transformó en una melodía femenina mezclada con quejidos y llantos que delataban su agotamiento y sufrir. Las lágrimas se deslizaron por sus sienes perladas de sudor.

Jadeó un par de veces, tomándose un momento para al fin respirar, pero su voz ahogada se alzó de nuevo estruendosamente.

El padre creyó que el exorcismo continuaba hasta que escuchó el sonoro llanto de un bebé que opacó el ruido de la tormenta.

—¡Veo su cabeza! —anunció la partera con un brillo esperanzador en los ojos, preparándose para recibir a la criatura.

Al ver que el proceso de parto había iniciado, el sacerdote, con el sudor escurriendo de su frente y una quemadura de tercer grado hasta el hombro, soltó con mano temblorosa la cruz que apretaba contra la embarazada y retrocedió lentamente hasta topar su espalda con la pared en la que se apoyó para darse un respiro tras el largo e intenso encuentro. Quiso aprovechar ese minutos de tranquilidad y darse un tiempo para apaciguar su viejo cuerpo de una dosis excesiva de adrenalina, pero sin apartar su atención de la escena, pues no estaba del todo seguro que estuviera fuera de peligro, algo podría resurgir de manera inesperada como había pasado antes.

La madre comenzó a pujar con fuerza pese al cansancio y dolor extremo que apresaba su cuerpo. Las venas de su frente y cuello sobresalieron de debajo de su piel mientras las abundantes lágrimas resbalaban por su fatigado rostro.

Un portazo resonó en el cuarto, dando pase al angustiado esposo al que se le había prohibido estar presente para evitar riesgos durante el exorcismo y, al escuchar desde afuera el llanto de su hijo, ignoró las anteriores advertencias y decidió entrar, desesperado por la larga espera y la preocupación por el estado de su esposa.

Corrió a su lado a tomar su mano e inspeccionar su deplorable estado, alarmado por su aspecto deplorable y dando todo de sí pese a ello.

Tocó su frente perlada mientras esperaba que la mujer frente a la cama, sacara a su hijo quien continuaba llorando, pero en cuando lo tuvo en brazos, el llanto se detuvo.

Todos quedaría en un expectante silencio mientras la madre se desplomaba nuevamente en la cama a punto de perder la conciencia, pero no lo haría sin antes ver que si bebé estuviera sano y salvo.

—¿Q-qué... ? ¿Qué pasa? —habló el alarmado esposo observando ansioso a la partera mientras esta lo limpiaba con la toalla, manteniendo una expresión extraña y a la vez preocupante en su rostro —Mi bebé... ¿Mi bebé está bien?

—Creo que está bien. Está sano, pero...

—¿Pero qué? —el hombre empezaba a impacientarse por la divagación de la mujer.

La mujer con el bebé en brazos, no podía encontrar las palabras para explicar la situación, así que decidió acercarse y hacer que su padre lo viera por sí mismo, entregándolo suavemente para que este lo recibiera en su regazo.

Al tener a su hijo en su posesión y ver su rostro por primera vez, sus ojos no podían creer lo que veían. La expresión que puso al verlo llamó completamente la atención del sacerdote y con ello, su preocupación se hizo nuevamente presente.

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NOTA: Ufff me ha encantado escribir esto, lo llevaba pensando desde hace un rato y ha quedado de maravilla. 


PD: Está de más decirlo, pero no romantizo ni normalizo nada de lo que suceda acá, tampoco juzgo ni me burlo de ninguna religión ya que no tengo ninguna, sólo lo uso como un recurso necesario para la trama de la historia.

Al acecho del malDonde viven las historias. Descúbrelo ahora