Prólogo

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La luna reinaba en el cielo, pálida y amarilla como la nieve que cubría la calle bajo el alumbrado de gas. Jennie abandonó su escondite con paso vacilante. Sus hombros se sacudían convulsivamente, y se abrazó los codos para aplacar el temblor. Indeciso, miró al otro lado de la calle, ni siquiera tenía fuerzas para cruzar. Se apoyó en la pared y dejó que su cuerpo resbalara hasta el suelo.

La sensación de vacío en su estómago estaba a punto de volverle loca, y cada vez se sentía más débil y desorientada. Había intentado comer, pero cuando el alimento llegaba a su estómago, este parecía llenarse de algo semejante al ácido, y se veía obligada a vomitarlo todo entre agudos espasmos que acababan dejándola exhausta. Por suerte, el dolor insoportable que le había atormentando durante horas había desaparecido, y con él, el latido de su corazón. Ni el más leve palpitar lo agitaba.

Se miró los brazos que descansaban sobre la acabada tela de su vestido, con la parte interior de las muñecas hacia arriba. Las quemaduras habían desaparecido casi por completo, quedando solo unas manchas rosadas apenas visibles en la piel. Se estremeció al recordar cómo el sol le había achicharrado los brazos, y el olor a carne quemada. Tuvo que arrastrarse entre el fango y la nieve hasta los bajos de una casa en construcción, tan rápido como sus fuerzas se lo permitían, para protegerse de aquellos rayos que casi la convierten en una tea ardiente.

Miró de reojo a la figura que se acercaba. Un hombre de mediana edad envuelto en un abrigo de pieles, que caminaba con paso torpe haciendo crujir el agua congelada bajo sus pies. Lo oía jadear con la respiración entrecortada, y podía ver cómo la nube que formaba su aliento se solidificaba en el aire. Esos sonidos eran tan ensordecedores y molestos, como si estuvieran dentro de su propia cabeza. Se masajeó las sienes intentando aliviar la sensación.

Entonces lo olió, y era lo más apetitoso que había percibido nunca, cálido, con un ligero toque metálico. La boca se le hizo agua, y cuanto más se acercaba aquel tipo más intenso era el aroma. Las manos comenzaron a temblarle. Inspiró, llenándose los pulmones de aquel aire perfumado, y cerró los ojos para saborearlo con un estremecimiento excitante recorriéndole el cuerpo.

El hombre se fijó en ella, se agachó a su lado y la miró con atención. A pesar de su aspecto no parecía una vagabunda, ni una prostituta. Su piel pálida y perfecta era la de una joven acostumbrada a las comodidades. Pensó que se habría escapado de casa y, por el estado de su vestido, dedujo que de eso hacía ya varios días.

—¿Estás bien? —preguntó, ladeando la cabeza para poder ver su rostro.

Ella levantó la mirada del suelo nevado y clavó sus ojos dorados en él. —Tengo hambre—susurró.

El hombre le dedicó una sonrisa amable. —¿Cuántos días llevas sin comer?

—Tengo hambre—repitió—, y mucha sed.
Alargó la mano y acarició el cuello del hombre. Las yemas de sus dedos se deslizaban por la cálida piel con la suavidad de la seda.

—¡Dios mío, estás helada! —exclamó él, mientras se preguntaba cómo no había muerto congelada con aquellas temperaturas.

Ella no parecía escucharlo, miraba fijamente su garganta sin dejar de acariciarla. Él volvió a sonreír, pero esta vez su expresión se tornó ávida.

—Yo podría darte dinero, suficiente para que encuentres un sitio en el que comer algo caliente y dormir. A cambio, tú podrías… —dejó la frase suspendida en el aire, y lanzó una mirada al callejón estrecho y sin luz que tenían detrás.
Ella no contestó, se puso en pie, lo tomó de la mano y juntos se adentraron en las sombras.

El hombre se quitó el abrigo y lo dejó con extremo cuidado sobre unas cajas. Sonrió a la chica y la recorrió de arriba abajo con ojos hambrientos; se entretuvo en la forma de sus caderas y en los senos bajo la fina tela. Alzó la mano para acariciarle el rostro y el tiempo se detuvo. El corazón le dió un vuelco y empezó a latir desbocado, como si quisiera salírsele del pecho, mientras la sangre se le congelaba en las venas. Aquella criatura de rostro angelical lo miraba a través de unos ojos rojos y brillantes, completamente fríos e inhumanos; y tras los labios entreabiertos, sobre salían dos colmillos demasiado grandes y puntiagudos para un humano. Dió un paso atrás, pero a medida que retrocedía, ella avanzaba arrinconándolo, y acabó chocando contra la pared mugrienta.

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