Epílogo.

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Las grandes puertas de caoba se abrieron de golpe, y se vio arrastrada a través del largo pasillo de mármol negro por aquellos salvajes sin escrúpulos. Se detuvieron frente a otra puerta aún más ostentosa que la primera, y uno de sus captores la golpeó con fuerza.

—Adelante —dijo una voz al otro lado.

La empujaron dentro de la enorme sala sin ningún reparo, y cerraron tras ella. Todo estaba oscuro a excepción de la luz anaranjada que emitía el fuego de la chimenea. Una figura se levantó de un sillón frente a las llamas y se acercó a ella.

No levantó los ojos del suelo, permaneció arrodillada allí donde había caído, contemplando su propio reflejo en el espejo que formaba el piso de mármol negro, perfectamente pulido. Vio cómo él extendía una mano gentil hacia ella. Alzó la cabeza, sorprendida. Aceptó su ayuda y dejó que la levantara, sin entender por qué seguía viva todavía.

Él se llevó su mano a los labios y la besó, sin apartar en ningún momento la mirada de su rostro. De repente, sus ojos centellearon con un brillo asesino y abofeteó con fuerza su cara inmaculada.

—No hablarás a menos que yo te lo ordene, no te alimentarás a menos que yo te lo ordene y no cruzaras esas puertas sin que yo te lo ordene. Porque si no me obedeces, no volveré a ser tan indulgente. ¿Entendiste? —preguntó él. Ella asintió sin levantar la vista del suelo—. ¿Me has entendido, Jennie? —su voz se transformó en un silbido amenazante.

—Sí, mi señor —contestó ella sumisa, consciente de que su vida o su muerte se decidían en ese momento.

Él la contempló un instante, recorrió su cuerpo de arriba abajo, entreteniéndose en las curvas que marcaba su vestido de color rojo, y su rostro volvió a dulcificarse con una sonrisa arrebatadora. Acarició su mejilla, allí donde la había golpeado, y dio media vuelta para dirigirse de nuevo a la chimenea, mientras volvía a colocar con pequeños tirones los puños de su camisa de seda negra hecha a medida.

—¿Por qué me perdonas? —preguntó Jennie con recelo. Aún esperaba que, en cualquier momento, el brillo del acero se cerniera sobre ella.

—¡Vamos, querida! ¿Tan poco me conoces? Hay otras cosas, además de los negocios, que me encanta tratar contigo — su tono sonó carnal—. Tú me importas.

Hizo un gesto con la mano para que se acercara y ella obedeció inmediatamente. La tomó del rostro y la besó en la barbilla, después tras la oreja.

—¿Qué has sentido al verlo? —susurró en su oído.

—Nada —contestó ella sin poder evitar que sus piernas temblaran.

—¿Estás segura? Porque a mí no me lo parece. —Deslizó los labios a lo largo de su cuello.

Ella ladeó la cabeza unos centímetros para poder mirarlo a los ojos.

—Mi deseo de ver a Jungkook muerto, no se debe a ningún impulso pasional. Tú también deberías conocerme mejor —un resquicio de soberbia desafiante apareció en su voz.

Él soltó una carcajada, en el fondo iba a ser una pena matarla cuando ya no le fuera útil.

—Entonces, deberíamos seguir conociéndonos —ronroneó junto a su oído.

Aquí termina está parte de la historia, espero que os haya gustado tanto cómo a mi adaptarla.

—LaLe.

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