10. La noche quieta

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Aunque los sabios al morir entiendan que la tiniebla es justa,

porque sus palabras no ensartaron relámpagos

no entran dócilmente en esa noche quieta.


Los buenos, que tras la última inquietud lloran por ese brillo

con que sus actos frágiles pudieron danzar en una bahía verde

rabian, rabian contra la agonía de la luz.


Los locos que atraparon y cantaron al sol en su carrera

y aprenden, ya muy tarde, que llenaron de pena su camino

no entran dócilmente en esa noche quieta.


("No entres dócilmente en esa noche quieta", Dylan Thomas)




Los párpados le pesaban como dos lápidas.

Qué gracioso pensar ahora en lápidas, hiló confusamente las palabras en su cabeza.

Luego las dejó ir, como aves ligeras, tan sólo para sentirlas revolotear de nuevo en su pensamiento.

Una música que era al mismo tiempo solemne y melodiosa, plagada de voces de distinta tesitura, se hacía escuchar a un volumen moderado.

Cantaban en italiano: hablaban del pensamiento y sus alas doradas. Recordó a Manigoldo, enseñándole lo básico de su idioma.

Abrió los ojos.

Dégel estaba en su cama, dormido y rodeado de artilugios todavía más extraños que antes. La máscara transparente que le cubría el área de la boca y la nariz aparecía empañada.

Los ojos se le humedecieron de inmediato de llanto a punto de estallar.

―Dégel... Mi Dégel... Lo siento tanto...

―Al menos en apariencia, Dégel está bien, Kardia. Pero, de alguna manera, se ha permitido sucumbir al cansancio de la larga prisión que padecieron. Más que estar enfermo... parece haber dejado de luchar. Así lo explica Katsaros.

Kardia volvió la cabeza al lado contrario al que se encontraba Dégel. Se encontró a la Pequeñita sentada en una silla que se le antojó incómoda, apostada junto a su cama.

Observó a la nena con detenimiento. Tenía... ¿Veinte años? ¿Quizá uno o dos más? Los cabellos castaños, tan cercanos al color de la miel, eran casi idénticos a los de Sasha. Los ojos, que eran tan dulces y bondadosos como los de su Pequeñita, eran sin embargo azules, que no verdes, como los que conoció en el pasado.

Una lágrima se le escapó a traición y rodó por su mejilla en dirección a la almohada que le sostenía la cabeza.

―Sasha, he obrado mal... Lo siento...

―Saori, Kardia. Soy Saori: puedes llamarme así, es lo que le pido a todos mis santos.

La niña secó la lágrima con sus deditos finos y acarició, cariñosa, el rostro de Kardia. Éste se atrevió a apresar la manecita contra su propio rostro, que se contrajo en un rictus de dolor. Un sollozo sordo se dejó escuchar desde la garganta del escorpión, uno que en el pasado no se habría permitido ni en sus peores pesadillas.

Nada sucede dos vecesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora