7. Dos días después de volver

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Advertencia: Contenido adulto



Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.

Será como abandonar un vicio,

como contemplar en el espejo

el resurgir de un rostro muerto,

como escuchar unos labios cerrados.


Mudos, descenderemos en el remolino.

("Vendrá la muerte y tendrá tus ojos", Cesare Pavese)




El aroma a desinfectante y a productos de curación le inundó la nariz.

Frunció las cejas y una punzada le taladró la frente. Y ésta tuvo réplicas en ambas sienes.

Rhadamanthys, sin perder el espíritu jocoso e irónico, se imaginó a sí mismo en una sala de tortura. Aunque no asistía como espectador, sino como depositario de las atenciones del verdugo. Tenía que ser así, porque sentía como si una argolla de acero le apretara la frente cada vez un poco más.

La jaqueca que se cargaba era un castigo marca Inframundo.

Como cada ocasión que había abierto los ojos los últimos dos días (lo sabía en lugar de suponerlo gracias a Shun, quien tuvo la gentileza de dejarle a tiro un reloj-calendario) sintió que la cabeza se le partía en dos.

Abrió los ojos ambarinos y al paso de los segundos, cuando la vista se le adaptó a la luz, el dolor fue remitiendo. Se fijó en el cabello ceniciento de Kanon, que dormía sobre sus brazos cruzados y apoyados en el costado de su cama. Kanon, hecho un ovillo, no había querido separarse de él, aún cuando desde las primeras horas de su estancia en La Fuente, Katsaros lo había declarado fuera de peligro.

La verdad era que el anciano le había concedido el alta desde el día anterior, pero Shun se opuso, más por darle un escarmiento a Kanon que por otra cosa. Y con todo y que el joven médico (porque Rhys ya lo consideraba médico, por muy estudiante que aún fuese) lo había retenido por terquedad, lo agradecía, porque se sentía como si lo hubiera arrollado un tren.

Un tren armado de dos aguijones y con un genio de horda infernal.

Extendió la diestra para acariciar los cabellos de su amante, pero éste despertó en cuanto lo sintió moverse y atrapó la mano para llevársela a los labios. Le sonrió amoroso y a su vez paseó los dedos por la barba en ciernes que decoraba el rostro del Wyvern.

―¿Cómo te sientes?

―Bien. Listo para que me enseñes los alrededores del Santuario.

―¿En serio? ¿Te pido el alta?

Rhys, amodorrado desde su almohada, sonrió y repasó la cabellera hirsuta de su amor.

Le divirtió el modo en que se trataban: como dos colegiales mimosos. ¿Quién les creería que se habían matado el uno al otro cinco años atrás?

―Pídemela. Pero tú me llevas a todas partes. Si me levanto, voy a ir a dar al suelo...

―Ah, bueno. Entonces no. Un día más lo podemos pasar aquí. Sirve que me entero de primera mano cuando el imbécil que te dejó como coladera se muera. Así bailaré antes que nadie sobre su tumba.

Nada sucede dos vecesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora