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Jeff

La pena era como un río gris que me arrastraba y me sumergía en una vida ajena. Yo no existía, era solo un observador que podía ver, pero no hablar. ¿Qué estaba pasando? Era como si estuviera viendo todo a través de los ojos de Nell. Frío. Noches de agotamiento, al borde de la extenuación. Un hombre mayor, más joven de lo que aparentaba, que era amable con ella. El viejo dándole un apretón en el hombro. El dormitorio otra vez. Sin llave en la puerta. La mirada fija en la pintura sucia y descascarillada mientras metía un dedo en la cerradura, tratando de alcanzar el mecanismo interno con la uña... sin fortuna. Y el dormitorio y el viejo: «No pongas esa cara de sorpresa, te he traído...». Yacer despierta, muerta de frío, casi deseando que él volviera, rezando para que no lo hiciera. El pomo de la puerta, los puños apretados mientras giraba, el viejo: «¿Tienes frío otra vez?».

El viejo. El viejo. El viejo. Resollé. El aire me entró en los pulmones como el ácido. El estudio danzó ante mis ojos, se movía y lo veía todo doble, como si estuviera ebrio. Pero estaba aquí, volvía a estar presente, y la pesadilla era... Real. Seguía siendo real. Pero ahora no estaba dentro de ella.

Nell estaba enfrente de mí. Tenía los ojos cerrados. Yo hice lo mismo para no verla, pero en la oscuridad de los párpados podía ver sus recuerdos; ya estaban desvaneciéndose, se alejaban y se convertían claramente en los de otra persona, pero seguían lo bastante cerca como para hacerme estremecer. El viejo Hemmawich. Estando dentro de su mente se había negado a darle un nombre, aferrándose a «el viejo» como si fuera el único resquicio de poder que tenía sobre él. Pero se trataba de Hemmawich. Ese bondadoso brillo en sus ojos, la calidez, el placer despreocupado e inmoral... Se me puso la piel de gallina. Me había resultado un hombre agradable. Y a ella también. Antes de...

Intenté respirar hondo y tosí. Me dolía estar de nuevo en mi cuerpo. Pero el dolor era bueno, significaba que existía, que ella y yo éramos independientes.

—¿Señor?

—¿Qué? —Levanté la vista y parpadeé hasta que mi visión se estabilizó.

Ella estaba medio de pie medio sentada, suspendida entre la silla y la mesa, como si no supiera dónde se encontraba.

—¿Está indispuesto, señor? ¿Quiere que llame a alguien?

—No, no. Gracias. Solo necesito un poco de tiempo. —Tenía la voz ronca, como si no hubiera hablado en días—. Nell...

—¿Sí, señor?

—Por favor, vete y descansa —le dije—. Estarás cansada. El señor Hemmawich... —Tartamudeé al pronunciar el nombre, pero ella ni siquiera se inmutó—. El señor Hemmawich dijo que podías hacerlo.

—Ah. —Frunció el ceño—. Gracias, señor.

Se giró y, tras una pausa momentánea, se alejó sacudiendo su delantal, como si acabara de limpiar el polvo de un mueble. La puerta se cerró tras ella, y el sonido retumbó en mis oídos, transformándose en un zumbido que ahogaba todo lo demás.

Me levanté con la intención de tocar la campanilla y llamar a la criada, para que pudiera informar a Alan, pero me detuve, con la mano en el aire, al percibir un sabor amargo en la boca. No quería verlo. Tomé la bolsa. Junto a ella, sobre la mesa, yacía un montón de hojas; páginas desordenadas llenas de líneas de texto. Contuve la respiración. Eso era obra mía. No lo recordaba, pero la letra era inconfundiblemente mía. Parpadeé y un dolor súbito en la muñeca confirmó mis sospechas. Sin duda, había sido yo, ¿Quién más podría haberlo hecho?

No me detuve a considerar las consecuencias de mi partida, ni lo que diría De Havilland al descubrir mi huida. Avancé sigilosamente por el pasillo, con el corazón latiendo con la intensidad de un ladrón en la noche

Destino (AlanxJeff)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora