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Alan

Tres días después estoy trabajando en la sala azul. O debería estar trabajando. Tengo delante un libro de contabilidad y montones de facturas y cartas. El escritorio está totalmente cubierto. Pero no puedo concentrarme. Me duele la cabeza. No he podido dejar de pensar en Jeff. ¿Estará bien? Por lo menos eso me gustaría saber, que está bien.

Un carruaje se detiene en la calle y unos pasos crujen en la gravilla. Un momento después llaman a la puerta. Me levanto y miro por la ventana. Es el carruaje de De Havilland. Debe de haber venido a presentar su factura. Me sorprendo arrimándome a la puerta, conteniendo la respiración. El corazón me retumba en los oídos, como una campana tocando a rebato. Pero la puerta es demasiado gruesa y las voces suenan amortiguadas.

—Discúlpeme, señor.

Me doy la vuelta. Betty está ahí con una bandeja engalanada con un juego de té de brillo rosado.

Alarga la mano por delante de mí y abre la puerta. Intento apartarme, pero es demasiado tarde. Mi padre está junto a la mesa, mirando algo. Levanta la vista al entrar Betty y me ve.

—Ah, Alan —dice, como si hubiera estado esperándome—. Entra. De Havilland, creo que ya conoce a mi hijo.

—Sí, sí. —De Havilland se levanta como un resorte y me estrecha la mano.

Mi padre señala una silla y yo tomo asiento.

—He de felicitarlo, De Havilland —prosigue mi padre—. El texto de este libro es elegante. Muy diferente de sus obras habituales. Algún día debe iniciarme en los misterios de lo que hace que el trabajo de un encuadernador resulte mucho más seductor que el de otros. —De Havilland esboza una sonrisa forzada, pero no articula ninguna réplica aguda—. Parece que su aprendiz promete. Una lástima que se pusiera enfermo.

—He de disculparme de nuevo, señor Hemmawich. Vino a mi taller después de que falleciera su primera maestra, hace apenas dos semanas. De haber tenido el más mínimo conocimiento de su fragilidad...

—No, no. —Mi padre le resta importancia a la disculpa agitando la mano, como quien espanta una mosca. Se aproxima a mí y me ofrece el libro para que lo coja—. ¿No estás de acuerdo, Alan? Alan es una especie de entendido —añade para De Havilland—. O al menos lo será cuando tenga más experiencia.

—La experiencia a menudo se hereda —dice De Havilland—. Y qué gran privilegio debe de ser tener acceso a su colección.

Trago saliva y cojo el libro. Pesa tan poco que casi se me cae. Mi padre le entrega su dinero.

—Gracias, señor Hemmawich. Y le reitero mis disculpas. Es evidente que mi aprendiz...

—¿Cómo se encuentra? —no puedo evitar preguntar.

Ambos me miran. Mi padre enarca una ceja. Ladeo la cabeza mientras miro a De Havilland con expresión inquisitiva. Necesito saber de él. Que me digan que está bien. Así que insisto: —Su aprendiz. ¿Se ha recuperado?

—Por favor, créame que me siento avergonzado. —Agarra con fuerza la cartera—

—Vale —digo—. Pero ¿Cómo se encuentra?

—De veras, si hubiera tenido la más mínima sospecha de su carácter...

—Le pregunto por su salud, no por su moralidad, De Havilland.

Se hace un breve silencio. Mi padre toma un sorbo de té. Cuando deja la taza, una leve sonrisa le danza en los labios.

—Ah, entiendo —dice De Havilland—. Eh, bueno, sufrió un grave ataque de fiebre. Nada contagioso, de eso estoy seguro, pero estuvo delirando durante estos días. La factura del doctor ascendió a seis chelines y dos peniques, ¿puede creérselo? Si le digo la verdad, no sé qué voy a hacer con él. Quizá sea de utilidad en el taller. Aunque es muy amable por su parte interesarse, señorito Hemmawich.

Destino (AlanxJeff)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora