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𝗖𝗢𝗡𝗦𝗧𝗔𝗡𝗧𝗜𝗡𝗢𝗩𝗔

Las flechas volaban en un destello dorado, incrustándose continuamente una tras otra en su objetivo, en ninguna ocasión había errado por lo que debajo del tablero yacían los restos que se desprendían de entre un puñado de flechas.

Había pasado una semana desde su discusión con Hermes, y una semana desde la última vez que había visto a Apolo. Hasta entonces, su madre se había encargado de mantenerla ocupada, casi reteniéndola dentro de su templo.

No sabía si los olímpicos se encontraban al tanto de la última profecía dicha, para Apolo no había sido relevante, luego de haber reconocido a su nuevo oráculo, solo había fanfarroneado sobre su gran poder, antes de enfiestarse. El tema había sido casi ignorado.

Pero intuía que algo ocurriría. Lo sabía por los sueños que le avisaban continuamente, atormentándola y quitándole el sueño, llegando como un mal presagio. La imagen de las moiras llegando a ella entre las penumbras, susurrando su nombre e insistiendo en que despertara perturbaba su mente a todas horas.

Atenea lucía preocupada, salía del templo sin avisar dejando sus pendientes a ella, desaparecía hasta lo bastante tarde para apenas dirigirle unas palabras al caer la noche.

Dejo caer el arco para dar una honda respiración, sus músculos se encontraban tensos después de varias horas entrenando sin novedad, habría querido deshacerse de los pensamiento intrusivos que acaparaban su mente, pero antes de siquiera disiparlos, la imagen había regresado como un vil recordatorio de lo que representaba.

Pronto terminaría atrapada en el mar agobiante en el que milenios atrás se había encontrado, lo único que había hecho al huir de su vida era atrasar su destino, pero este comenzaba a entrelazarse, uniendo las piezas como un rompecabezas faltante de sus últimas partes.

Constantemente pensaba en su padre, Perseo, había imaginado que cuando llegará el momento, el se encontraría acompañándola, guiándola o al menos aconsejándole, en su lugar, permanecía perdida en espera de que el caos comenzará y una horda de dioses —Zeus— llenos de ira arremetiera con ella.

—Lindura —llamaron sobresaltándola, reaccionando por instinto al apuntar su flecha en dirección al causante—. No creo que logres que la flecha llegue al objetivo si me apuntas a mí.

Un hombre joven de no más de veintidós años llegó junto a ella, vestía una típica túnica griega, lucía una sonrisa seductora que no dejaba a la vista ninguna buena intención. Su cabello se encontraba ensortijado en rizos castaños con destellos dorados, pero sus ojos hacían poco contraste con sus facciones delicadas, eran de un rojo intenso y pasional. Su aspecto hablaba por sí mismo, demostrando el peligro bajo una fachada linda.

Decidió ignorarlo, dirigió su vista nuevamente al punto donde las demás flechas antes se habían encajado, sintió el suave toque de sus manos colocarse sobre su cintura y su brazo que dirigía la flecha. Su cuerpo se tensó ante su tosco acercamiento, incomodándose de inmediato al sentir su aliento contra su cuello.

Constantinova no estaba acostumbrada al contacto físico, únicamente se sentía cómoda con ello ante un grupo selecto con el cual podía ser ella misma. Él era un extraño que había osado de invadir su espacio personal, no sintió ningún arrepentimiento cuando en cuestión de segundos, había sujetado su muñeca y había hecho volar el cuerpo del hombre tirándolo toscamente al suelo.

—¡Carajo! —maldijo débilmente cerrando los ojos por él impacto.

—No vuelvas a invadir mi espacio personal —sentenció, dignándose a dejarlo ahí.

—¿Quién eres? —preguntó. El hombre ya se había puesto de pie y volvía a sonreír—. Se que no puedes ser una diosa, aunque luces como una, pero nunca te había visto por aquí y no podría olvidar una presencia como la tuya.

𝗚𝗿𝗲𝗲𝗸 𝗧𝗿𝗮𝗴𝗲𝗱𝘆 ² | HoODonde viven las historias. Descúbrelo ahora