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𝗖𝗢𝗡𝗦𝗧𝗔𝗡𝗧𝗜𝗡𝗢𝗩𝗔

No sabía con exactitud el momento en que había dejado de sentirse como una extraña y comenzado a sentirse cómoda al pasearse libremente dentro del Olimpo.

Apenas unos días después de la batalla contra los titanes, había decidido residir temporalmente en el Olimpo para ejercer su rol como lugarteniente de los dioses, lo que era irónico al ser exactamente lo que llevaba haciendo desde que tenía uso de razón, salvo por el detalle de que esta vez ostentaba de un título que lo volvía un cargo medianamente oficial.

No dejaba de sentirse constantemente como una intrusa, aun cuando su madre e inclusive la misma Hera, habían ofrecido abiertamente sus templos para que se quedase.

Las ninfas y dioses menores cuchicheaban en cada momento que se cruzaban por su camino, y pese a no darle importancia, no podía dejar de comparar la situación a cuando vivía en Micenas.

Entonces y ahora, aquello nunca le había supuesto un problema, pero no por ello le hacía que dejara de ser menos molesto y le irritara.

Podía enumerar fácilmente las miles de cosas que le disgustaban de ahí, como la increíble manera en que lograban que incluso lo más mínimo fuera de la manera más estúpidamente exuberante, pero el principal problema que encontraba implicaba tener a su madre detrás de ella.

Eso y el hecho de que evitaba encontrarse con cierto dios, hasta entonces había tenido la suerte de haberse ocupado al asistir a su hermana en la reconstrucción del Olimpo.

Pero era consciente de que no podría evitarlo por la eternidad, y aquello lo había comprobado esa misma tarde, justo después de que Annabeth se hubiera marchado.

Se había visto interceptada de regreso al templo de su madre por una sonrisa traviesa y un par de ojos que la observaban con demasiada atención para su propio gusto, aquella interrupción le habría venido fenomenal de no ser porque era la última persona con que esperaba encontrarse.

Por no mencionar que realmente no tenía ningún ánimo de entablar una conversación con él.

Desde aquella vez donde había recuperado sus recuerdos a través de una visión, sentía la enorme necesidad de mostrarle las mil maneras en qué una daga podía lastimar a alguien. Pero incluso peor que cualquier otra cosa, es que seguía conservando cariño hacia él, aun cuando la sola mención de su nombre le provocaba una inmensa ira.

Reconocía que en su pasado estuvo enamorada una vez del dios, pero lo consideraba tan impropio de ella, que no podía evitar sentirse ajena a cualquier recuerdo suyo.

Ciertamente lo quería, por un tiempo había sido el la única persona a la que podía acudir en busca de consuelo, pero nunca le había considerado motivo suficiente como para hacerle renunciar a su vida. Ese sentimiento lo había mantenido enterrado hasta que finalmente había desaparecido cuando finalmente le hubo fallado.

E incluso cuando era consiente de esa parte de su vida, era como si nunca hubiera sido ella quien lo experimento, cómo si se tratase de una persona distinta y porque consideraba que no sería capaz de olvidar una emoción tan fuerte capaz de nublarle el juicio.

Y si de algo estaba segura, es que estaba muy lejos de perder la razón por alguien y de amar con tanta intensidad que doliese.

Aun así, se atrevió a sostenerle la mirada, pese al circulante temor de que sus deducciones fallaran y le hicieran una mala jugada. Pero al mirarle, nada cambio, no sintió sus piernas flaquear ni su corazón contraerse.

Lo que sucedió después, no hubo manera lógica de explicarlo. Cualquier sentido de racionalidad abandono su cuerpo en el momento en que su puño se estrelló contra el tabique de su nariz.

𝗚𝗿𝗲𝗲𝗸 𝗧𝗿𝗮𝗴𝗲𝗱𝘆 ² | HoODonde viven las historias. Descúbrelo ahora