21. Señora Callaghan

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Henry


Cuando la vi el aire se me escapó de los pulmones y las rodillas me temblaron. Preciosa era una palabra que se quedaba muy corta para lo que mis ojos tenían el privilegio de ver. Ella era milagrosa, un espejismo, algo divino que había tenido la bondad de entregarse a mí. Era toda la luz que te da un amanecer.

Quería llorar, por el diablo, estaba a punto de dejar que las lágrimas me llenaran la cara. Pero no iba a dejar que ni siquiera eso me negara la visión de la mujer que amaba.

No me di cuenta de que era mi padre quien la acompañaba hasta que estuvo frente a mí. Se suponía que debía de decirle algo, agradecerle todo lo que estaba haciendo por ella pero era incapaz de centrarme en nada que no fuera Emma.

El cura habló y habló. No tenía ni idea de que estaba diciendo porque toda mi atención estaba sobre ella. La miraba de soslayo, y nuestras miradas se encontraban. Entonces, después de lo que pareció una eternidad, mi hermano me entregó los anillos.

Tomé su fina mano y deslicé el anillo de oro mientras formaba las palabras que daban sentido a todo esto.

-Con este anillo, te tomo como mi esposa. Y prometo amarte y cuidarte durante todos los días de mi vida. -Mi voz sonó clara y confiada pero por dentro era un manojo de nervios. Entonces ella tomó mi mano y me entregó el anillo.

-Con este anillo, te tomo como mi esposo. Y prometo amarte y cuidarte durante todos los días de mi vida.

Entonces el cura, levantando los brazos hacia el cielo, sentenció.

-Bendice Señor, estas arras y derrama sobre los esposos la abundancia de tus bienes. -Se dirigió a mí y dijo, conteniendo una sonrisa. -Puedes besar a la novia.

Y, joder, no tuvo que repetírmelo. Le pasé un brazo por la cintura y la atraje hacia mí con todo el ansia que tenía. Escuchaba la celebración de los testigos pero ella era todo. Mi mundo era la forma en la que me respondió al beso, la manera en la que se aferraba a mí, tirando de la tela de la chaqueta del traje. Y esa pequeña risa que salió de ella cuando la solté, porque por mucho que yo quisiera devorarla allí mismo estábamos en la casa de Dios.

Mi madre fue la primera en abrazarme, tan fuerte que parecía un puto oso a punto de romperme las costillas, no éramos muchos en la iglesia pero parecía ser que mi familia era ruidosa por todo el pueblo.

-Mamá, ¿estás llorando?

-No. -Me dijo entre sollozos con la cabeza escondida en mi cuello. No pude evitar reírme y abrazarla más fuerte. Nunca se lo diría pero había tenido tanta razón durante todo este tiempo. Mirando hacia atrás, hacia lo vacía que era mi vida sin la maravillosa mujer que tenía vestida de blanco a mi lado, no entendía como podía estar tan conforme con ello. Emma me había enseñado tantas cosas. Me había dado tanto amor.

Tanta seguridad. Que había empezado a disfrutar de ser yo mismo, y eso, encontrar a alguien con quien poder ser nada más que tú, sin pretensiones ni expectativas, sin exigencias, era la única forma correcta de vivir.

Sabía que mi madre no había querido tanto que me casara sino encontrar este torbellino de emociones. En apenas unas semanas había pasado de lidiar con mi obsesión por esa chica extranjera a enamorarme perdidamente de ella, de cada una de sus sonrisas y palabras, con todo lo que pudiera conllevar.

Estaba dispuesto a romper el mismo mundo por ella.

La vieja Becky la estrechaba entre sus brazos con alegría, aquella mujer sabía algo. No me lo dijo cuando llegué a su casa para pedirle a ella y a su marido que fueran testigos del enlace pero, por la forma en la que me miró, lo supe. Solo hizo una pregunta y fue para que le dijera la hora del enlace.

Mil Razones (Henry Cavill)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora