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La pena y la confusión le duran toda la tarde, y es solo gracias a Raúl que toma la decisión de ir a ver a su papá sin esperar la invitación.

—Sé que no te llevas bien con él, pero es tu papá —inquiere Raúl.

—Pero tu no pasaste lo que yo pasé con él. —están fuera del edificio de oficinas. Carlos fuma el cuarto cigarrillo de un tirón, mientras recrimina a Raúl. —A ti no te echaron de la casa ni te trataron públicamente como la vergüenza de la familia.

Raúl guarda silencio, y Carlos puede ver como comienza a replegarse, por lo que apura una disculpa.

—Rau, perdón, no es tu culpa, yo...

» Entiende, me echaron de la casa antes de terminar la carrera, mis hermanos ya no me hablan, y con algo de suerte, mi mamá y mi hermana me dirigen la palabra.

—Pero tu siempre dices que estás mejor así, que...

—Rau, me duele, ¿sabís? Todas esas son weás que me digo a mi mismo para que no duela tanto, pero al final soy la deshonra, por algo que no elegí. —Carlos termina el cigarro y aplasta la colilla contra la malla del cenicero—. Mi papá me dijo «No quiero maricones culiados en mi casa» y me pidió que me fuera. ¿Con qué cara voy a mirarlo ahora?

Un largo silencio enfría el ambiente.

—¿Y si se muere?

—Puta, Rau... no sé.

—A mi aún me duele el no haber podido despedirme de mi papá. —confiesa Raúl—. Sé que en una de esas no vas a mejorar las cosas con ir a verlo, pero te queda esa posibilidad aún.

—¿Sabís de qué me acordé? —Raúl ladea la cabeza, con intriga—. De la vez que llegó de un viaje a estados unidos, nos trajo regalos a todos; yo tenía como seis o siete años, y a nosotros nos trajo autos, robots y a mi hermana le trajo muñecas y juegos de cocina.

Me acuerdo de que mi hermana se dio cuenta de que yo no quería los autos, porque estaba mirando su muñeca. Me la acercó y sacó mi auto.

Mi papá fue a alegar, me quitó la muñeca y me puse a llorar. No con escándalo, para dentro, incluso. Mi viejo nos miró a todos, me miró a mí, a la muñeca y, luchando con toda su fuerza de voluntad, me la devolvió. Se me acercó y me dijo «pero que no te vean con ella».

Y la historia se fue repitiendo después de eso, pero con otras cosas.

—Tu dices que el...

—Siempre he escuchado que los papás saben lo que crían. —Carlos hace una pausa—. Yo creo que el siempre supo que yo era gay, pero la presión social y su crianza pudieron más.

Carlos se queda pensando, tratando de buscar un recuerdo, un momento en que su papá le dijera que lo quería, pero no lo encuentra. Saca un nuevo cigarrillo y Raúl niega con la cabeza.

—Guarda ese, tenemos que ir a guardar las cosas ya.

—El último y me entro, adelántate nomas.

Raúl obedece a su amigo, pero cuando Carlos entra al edificio y camina a su cubículo, Don Exequiel se le acerca.

—Larraín, Sepúlveda me contó lo de tu viejo —dice don Exequiel, con su voz de papa en la boca y suficiencia de mandamás. Carlos busca con la vista a su amigo, avergonzado, pero no lo encuentra—. ¿Por qué no me dijiste pos, hombre? Te hubieses ido al tiro a verlo.

—Es un poco complicado, Don Exe, la relación con mi papá es...

—Mira, te voy a decir una sola cosa, cabrito. Los viejos no duran pa siempre, y cuando se van, uno siempre los echa de menos.

—No sé si vaya a ser mi caso.

—¿Y el de él? —agrega Don Exequiel, con gesto de reproche—. Yo sé que los viejos no siempre somos perfectos. A veces ni siquiera tratamos de entender a los cabros, y las cosas van cambiando y cambiando, pero a mí, por mucho que rabee con mis hijos, no me gustaría irme sin decirles que los quiero. —El jefe posa su mano en el hombro de Carlos, lo aprieta un poco y, tras una mirada reflexiva, empieza a caminar—. Si quieres, puedes faltar mañana, que Raúl se ofreció a cubrir tus labores.

Don Exequiel vuelve a su oficina, pero Carlos sigue de pie frente a su cubículo, sin lograr decidirse. Solo una idea está clara en su cabeza:

«Raúl de mierda...»


Orquídeas para CarlosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora