Sombras del Pasado

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Lia despertó sobresaltada, con el corazón latiendo a mil por hora y el sudor cubriéndole la frente. Los recuerdos del sueño estaban frescos en su mente, y la imagen de Alec, su Velador y ahora su psicólogo, la dejaba en un estado de confusión y angustia. Pero más que nada, las palabras de la sombra resonaban en su cabeza, crueles y despiadadas.

Se levantó de la cama y miró alrededor de su habitación, observando los atrapasueños que colgaban en silencio, como si esperaran atrapar otra pesadilla. Sentía una mezcla de rabia y desesperación. En un arrebato de ira, comenzó a arrancar los atrapasueños uno por uno, tirándolos al suelo con fuerza. Sus manos temblaban mientras lo hacía, y pronto las lágrimas comenzaron a correr por sus mejillas.

—¡Malditos sean! —gritó, su voz quebrándose—. ¡No me ayudaron en nada!

Se dejó caer al suelo, rodeada de los atrapasueños rotos, y se abrazó a sí misma mientras lloraba desconsoladamente. Las palabras de la sombra habían reavivado recuerdos que había intentado enterrar durante años, recuerdos que la atormentaban cada vez que cerraba los ojos. Su cruel pasado volvía a su mente con una claridad dolorosa.

Lia y su hermano vivían solos en la casa del campo desde que su madre había muerto a causa de un tumor cerebral. Ella tenía 16 años en ese entonces, y su hermano, solo 7. A pesar de su corta edad, Lia había asumido la responsabilidad de cuidar de él. Era una niña que había crecido demasiado rápido, obligada a enfrentar las realidades de la vida antes de tiempo.

La casa del campo era su refugio y su prisión. Su madre, antes de enfermarse, les había enseñado a ser autosuficientes, a depender el uno del otro. Pero después de su muerte, la soledad y el miedo se hicieron más evidentes. Cada ruido en la noche, cada sombra que se movía, era un recordatorio de lo vulnerables que eran.

Una noche, Lia se despertó con un ruido extraño. Al principio, pensó que era solo su imaginación, pero pronto se dio cuenta de que algo no estaba bien. Se levantó de la cama y salió de su habitación, caminando sigilosamente por el pasillo oscuro. El corazón le latía con fuerza mientras avanzaba, tratando de no hacer ruido.

Llegó a la sala y vio una sombra moverse cerca de la ventana. Sin pensarlo dos veces, Lia agarró un cuchillo de la cocina y se acercó lentamente. La sombra se movió de nuevo, y ella, en un acto impulsivo y desesperado, apuñaló a la figura que se encontraba frente a ella. Sintió la resistencia del cuerpo y la sangre caliente manchando sus manos. Apoyada en el recuerdo de su madre, Lia continuó apuñalando, el miedo y la adrenalina nublando su juicio.

Fue solo cuando escuchó un grito ahogado que se dio cuenta de lo que había hecho. Miró a la figura en el suelo y vio el rostro de su hermano, su pequeño cuerpo lleno de heridas. El horror la invadió mientras dejaba caer el cuchillo, sus manos temblando incontrolablemente. En ese momento, vio al verdadero ladrón salir corriendo de la casa, desapareciendo en la oscuridad de la noche.

Lia cayó de rodillas junto a su hermano, tratando de detener la sangre con sus manos. Las lágrimas corrían por su rostro mientras murmuraba palabras de disculpa, pero era demasiado tarde. Su hermano ya no respondía, sus ojos abiertos y vacíos.

La culpa la consumió desde ese día. La habían juzgado como un accidente, un trágico error de una joven aterrorizada. Pero Lia nunca pudo perdonarse a sí misma. Las pesadillas la perseguían, y cada sombra en la oscuridad le recordaba ese fatídico momento.

Volvió al presente, sentada en el suelo de su habitación, rodeada de los restos de los atrapasueños. La culpa y el dolor eran como un peso en su pecho, aplastándola. Las palabras de la sombra en su sueño resonaban una y otra vez en su mente.

—Eres una asesina. Siempre lo serás.

Lia se abrazó a sí misma más fuerte, tratando de encontrar algún consuelo en el vacío de su soledad. El llanto se volvió un sollozo silencioso, su cuerpo temblando con cada respiración.

—No puedo seguir así —murmuró para sí misma—. No puedo seguir viviendo con este peso.

La desesperación la invadió, y en un momento de impulsividad, Lia se dirigió al baño y agarró una bufanda. Regresó a su habitación y se sentó en el suelo, con la bufanda en sus manos temblorosas. La culpa y el dolor eran insoportables, y sentía que no podía seguir adelante.

Justo cuando estaba a punto de actuar, la puerta de su habitación se abrió de golpe y Alec entró apresuradamente. Sus ojos reflejaban preocupación y urgencia. Sin pensarlo dos veces, se arrodilló junto a ella y le quitó la bufanda de las manos.

—¡Lia, no! —exclamó, abrazándola con fuerza—. No lo hagas, por favor.

Lia se dejó caer en sus brazos, sollozando. Alec la sostuvo con firmeza, acariciándole el cabello y murmurando palabras de consuelo. Ella se aferró a él como si su vida dependiera de ello, dejando que su llanto se desbordara.

—No puedo seguir, Alec —murmuró entre sollozos—. No puedo con este dolor.

—No estás sola, Lia. Estoy aquí para ti. Siempre estaré aquí para ti.

Alec la levantó suavemente y la llevó a la cama, arropándola con cuidado. Se sentó a su lado, sin dejar de acariciarle el cabello rizado. Lia se sentía agotada, tanto física como emocionalmente, y su cuerpo temblaba de cansancio.

—¿Te quedarías conmigo? —preguntó en voz baja, sus ojos llenos de lágrimas—. No quiero estar sola.

—Claro que sí, Lia. Me quedaré contigo.

Lia le agradeció con un susurro, sus palabras llenas de gratitud y vulnerabilidad. Alec trató de mantener la compostura, recordándose a sí mismo que su deber como Velador era protegerla y guiarla, no dejar que sus sentimientos personales interfirieran.

—Es mi deber como Velador —dijo en voz baja, tratando de convencer tanto a Lia como a sí mismo.

Se acostó a su lado, manteniéndola cerca mientras continuaba acariciándole el cabello. Lia se relajó lentamente, sintiéndose segura en sus brazos. Alec, por su parte, luchaba contra los sentimientos que comenzaban a surgir en su interior. Sabía que no debía enamorarse de ella, que no podía permitirse el lujo de dejar que sus emociones se mezclaran con su trabajo. Pero mientras la miraba, con sus ojos cerrados y su respiración tranquila, no podía evitar sentirse atraído hacia ella, como dos imanes.

—Debo olvidarlo —pensó para sí mismo—. Debo mantener mis sentimientos bajo control.

Alec cerró los ojos, tratando de ignorar el tumulto en su corazón. Lia se quedó dormida rápidamente, su respiración convirtiéndose en un suave susurro en la oscuridad de la habitación. Alec continuó acariciándole el cabello, sus pensamientos enredados en un torbellino de emociones conflictivas.

Finalmente, el cansancio lo venció y se quedó dormido junto a ella, prometiéndose a sí mismo que haría todo lo posible para protegerla, sin importar lo que sus sentimientos pudieran decirle.

El Velador de mis SueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora