Chenle tuvo que ducharse con la puerta abierta.
Con el pecho apretado, vio cómo el agua golpeaba su cuerpo, lavando la suciedad, el sudor y la sangre de Jisung.
A Chenle le habría gustado decir que se sentía como antes después de la ducha, pero habría sido una mentira. Se sentía limpio, lo cual era una gran mejora, pero la ansiedad y la sensación de desplazamiento permanecían.
El mundo seguía sin parecer real. Todo parecía un poco raro: los olores, los sonidos, los colores.
Su espaciosa habitación le hacía sentir claramente incómodo: se sentía demasiado grande y abierta. Insegura.
Y ese era el quid del problema, ¿no? Se sentía inseguro, a pesar de estar a salvo.
—¿Estás bien? —preguntó Jeno con rigidez, mirando a Chenle antes de que sus ojos volvieran a su portátil.
—Claro, —dijo Chenle, dejando caer la toalla y poniéndose una camiseta y unos pantalones cortos. No le importaba estar desnudo delante de su jefe. En realidad, un poco de vergüenza habría sido muy bienvenida. Cualquier cosa habría sido mejor que esta ansiedad y sensación de malestar. Seguía esperando sentirse por fin seguro, sentirse normal, pero la sensación seguía siendo extraña.
—Estás mintiendo, —afirmó Jeno, con la mirada fija en su portátil—. Pagaré los servicios de un terapeuta una vez que regresemos a Boston. Es lo menos que puedo hacer. Es mi culpa por no haberte despertado y obligarte a tomar un viaje con Jisung. —Hizo una mueca—. Podía intuir que iba a pasar algo, así que pensé que sería mejor que te perdieras la boda, pero sólo lo estropeó todo.
—No podías saberlo, —dijo Chenle sin ton ni son.
—Aún. —Jeno se quedó en silencio, tecleando en su portátil—. He comprado los boletos a casa para mañana. Mediodía.
Chenle no dijo nada. Quería que su jefe se fuera de su habitación, pero sabía que Jeno debía estar aquí para mantener la apariencia de un amante preocupado por reunirse con su novio desaparecido.
Llamaron a la puerta y Chenle giró la cabeza hacia ella. Era una criada. Ella le trajo comida. Mucha comida. Quince platos diferentes.
—Esto es demasiado, —dijo Chenle, mirando el festín que tenía delante. Estaba hambriento, pero sabía que su estómago no podría soportar más que una sopa después de diez días de estar medio muerto de hambre—. No deberías haberlo hecho.
Jeno frunció el ceño. —No fui yo. El cocinero probablemente se sienta mal por ti.
Chenle jugó con la comida con desgana. Se obligó a comer un poco de sopa y pan y a beber unos cuantos vasos de agua.
Hubo otro golpe en la puerta, y Chenle contuvo la respiración de nuevo.
Era alguien de seguridad. Le entregó a Jeno un paquete.
—Esto es para ti, —dijo Jeno, dirigiéndose a Chenle—. Un nuevo teléfono para reemplazar el que perdiste.
Chenle lo aceptó sin hacer ningún comentario.
Sólo fue cuestión de minutos configurar el teléfono y restaurar sus datos desde la nube. Si tan solo su estado mental se hubiera podido arreglar con la misma facilidad.
Quería a Jisung.
Chenle cerró los ojos y respiró, tratando de borrar ese pensamiento de su mente.
No funcionó.
Racionalmente, comprendió que ese apego, esa dependencia, había nacido en circunstancias antinaturales que nada tenían que ver con sus vidas reales. Era una combinación de su desesperada necesidad de un ancla cuando su claustrofobia le volvía loco, un jodido apego de enfermero-paciente por cuidar a Jisung durante días, y la falsa sensación de intimidad provocada por el constante contacto físico. Ahora que estaban de vuelta en el mundo real, sabía que lo que había sentido en cautiverio no era real. Como hombre racional, Chenle lo entendía.