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Un latido constante irradiaba hasta sus ojos. El dolor era una vibración detrás de los párpados, punzante y profundo. Un punto de luz roja parpadeaba al ritmo del latido, abriéndose en la oscuridad espesa que se extendía en todas direcciones.

Fue el dolor lo que le trajo de vuelta. Al abrir los ojos la luz dibujó el contorno borroso de los objetos. No sabía dónde estaba, ni qué había pasado. No sabía si estaba soñando, aunque el ardor lacerante en la nuca le daba una pista al respecto.

Trató de moverse y escuchó el ruido metálico de las cadenas. Como si no hubiesen existido hasta el momento, vio que los eslabones rodeaban la columna metálica que sustentaba el techo del estudio y se cerraban con la ayuda de las esposas que ceñían su tobillo. Habían comprado esos trastos en el centro comercial, y no eran de broma. Sin las llaves, no podían abrirse. El corazón se le aceleró y empezó a tirar, comprobando que se necesitaba algo

más que fuerza si pretendía soltar esas cadenas.

Estaba demasiado mareado para levantarse o pensar con claridad.

—¡Han!

Nadie respondió. La casa estaba en silencio. Llevaba la misma ropa del día anterior, manchada de la sangre que también salpicaba el suelo. Su propia sangre. Observó mientras apoyaba la espalda en la columna que el caballete se disponía junto a él, con un lienzo en blanco y un bote con pinceles limpios.

—Oh. Ya era hora.

Escuchó la voz de Han antes de lograr enfocarle. Bajaba las escaleras con una manta en la mano. El sí se había cambiado, estaba pulcro, limpio y peinado. Le tiró la manta desde lejos.

—Puede que tengas frío. Es por la pérdida de sangre.

Felix trató de levantarse para ir a por él, pero apenas pudo avanzar un metro a gatas. Se encontraba demasiado mareado y la cadena tiró de él enseguida.

—¡Suéltame, Han! ¿Por qué has hecho esto?

No le respondió. Tomó un barreño de la encimera, el que Felix guardaba debajo del fregadero para poner los trapos de cocina. Lo dejó en el suelo, y al golpearlo suave con el pie, hizo que se deslizara hasta donde el pintor pudiera cogerlo. Dentro no había trapos.

—Lo que está envuelto son un par de sándwiches. En el termo hay té todavía debe estar caliente. La toalla está húmeda. También he sacado algunas cosas de tu botiquín, como puntos de tela. No voy a darte un espejo, tendrás que curarte a ojo. Cuando acabes, pintarás.

Había cierta calidez en su tono, una especie de pena o condescendencia, como si se dirigiera a un niño al que le dolía castigar. Pero la mirada era fría, vacía de todo sentimiento. No parecía el mismo y a la vez parecía más auténtico que nunca.

—¡Estás desquiciado! —Felix se estiró para agarrar el cubo y sacó el termo. Derramó algo de su contenido al abrirlo y beber con ansiedad. Tenía hambre y, sobre todo, tenía sed. Acababa de darse cuenta—. ¿Cómo quieres que pinte si ni siquiera puedo ver bien?

—Hay analgésicos. El dolor de cabeza pasará pronto.

El pintor retrocedió hasta la columna llevándose el cubo y la manta. Le costaba pensar, era como si las palabras se deshilacharan en su mente, aunque tenía la lucidez suficiente para saber que debía comer, tomar esos analgésicos y serenarse si quería encontrar la forma de salir de esa situación tan terrorífica como surrealista.

—¿Y si no recupero la vista? ¿Y si tengo una conmoción? ¡Podrías haberme matado!

Le dolió la cabeza al alzar la voz y se llevó la mano a la nuca. Tenía un costrón de sangre seca en el pelo.

Obsesionado (JILIX)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora