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El invierno se había adelantado un par de meses ese año. Era mediado de otoño y una fina capa de nieve ya cubría los tejados de los almacenes y las fábricas del distrito industrial. Lejos del centro, donde las luces de neón y el bullicio del tráfico saturaban los sentidos, las nevadas eran un espectáculo del que se podía disfrutar con cierta calma. Allí, en algunas calles, el manto quedaba virgen durante días, hasta que la polución manchaba el blanco brillante de las primeras horas. En noches como esa, Felix agradecía haberse mudado a la periferia. Desde su estudio, un loft situado en la tercera planta de una antigua fábrica reformada, tenía una vista espectacular.

El distrito industrial se situaba sobre una suave colina en la zona más alta de la ciudad. Ya no hacía honor a su nombre, pues allí ya solo quedaban almacenes y pequeños talleres, conviviendo con algunas viviendas reformadas en las viejas fábricas. Su casa era a la vez un enorme estudio de pintura y un hogar. Un santuario de silencio en el que podía dedicarse por

completo a su obra sin atenciones indeseadas.

El cálido contraste con el frío exterior fue como un abrazo al entrar.

Tenía las manos congeladas y le dolían los brazos, pero al menos se sentía más tranquilo tras la escapada nocturna. No le gustaban los cambios y tener que prescindir del modelo con el que estaba trabajando le molestaba. A veces le resultaba complicado aceptar que no tenía control sobre ciertas situaciones. Que, de hecho, la vida era una secuencia de cosas inevitables,

desde el nacimiento hasta la misma muerte. Reflexionar sobre ello era del todo inútil, pero sus pensamientos eran otro de esos factores incontrolables, para su desgracia.

Encendió las luces del amplio salón y miró la hora en el móvil. Pasaban de las diez de la noche. Sam llegaba tarde, para variar. A y media, el zumbido nada melodioso del timbre le sobresaltó y enervó hasta que fue a abrir.

—La cerradura de la puerta de abajo sigue estropeada. ¿Cuándo piensas arreglarla? Sería tan fácil entrar a robar aquí, sin vecinos... Robar o algo peor —dijo una voz grave y sensual oculta tras tres pesadas bolsas de papel repletas de comida. Olían de maravilla, aunque no opacaban la colonia con la que solía regarse el portador.

Antes de que pudiera responder, dos de las bolsas acabaron en sus manos. Sam estaba detrás, con un macuto de deporte al hombro y vistiendo, todavía, el uniforme negro de la policía. Llevaba el pelo rubio oscuro cortado a cepillo, con una franja revuelta y ligeramente más larga en el centro, todo lo que le permitían los protocolos estéticos de su trabajo.

Una sombra de barba, muy cuidada, bordeaba la forma dura de su mandíbula desde las patillas hasta la barbilla. Sus ojos azules eran amables, pero tenían un toque de picardía.

—Siento la tardanza, problemas de última hora. Ni he tenido tiempo de ir a casa a cambiarme, pero como compensación he pasado por el restaurante español que han abierto en el centro.

—Supongo que es el precio por salir con un madero. —se quejó Felix sin ocultar su mal humor. Le dio la espalda y cargó las bolsas hasta la isleta de la cocina.

Una serie de paneles de cristal separaban el espacio del salón. Baldosas de metro blancas, tuberías de cobre usadas como estantes y unas lámparas de latón armonizaban con la estética industrial de la casa, aportándole calidez con las encimeras de madera y la cocina que imitaba a una de las antiguas. Todo estaba ordenado y limpio allí, lo que contrastaba con el aparente caos del estudio a solo unos metros. Felix aún llevaba la chaqueta puesta sobre los vaqueros y la camiseta de riguroso negro. Su media melena, entre el rubio y el cobrizo, lucía despeinada, algo extraño en él. Al menos, la barbita que no dejaba crecer más de dos semanas estaba bien recortada y limpia. Por si su actitud no le daba suficientes pistas a Sam,

Obsesionado (JILIX)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora