Capítulo Uno

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Por la lente de su cámara Fluke apuntó al embarcadero y enfocó a su hermano, Blu, y al forastero.

Era una extraña pareja, decidió, y se preguntó cuál de los dos iba más elegante, y qué era aquello tan importante como para que ambos se reunieran en un solitario muelle de noche.

Los vio darse la mano, completamente indiferentes a la lluvia de septiembre que les empapaba la ropa. La espesa niebla daba a las calles un aspecto distorsionado y misterioso, y a Fluke le puso las cosas más difíciles. No era un fotógrafo experimentado, pero Blu no le había exigido un trabajo profesional, sino tan solo una prueba visible de que el «intercambio» había tenido lugar.

Fluke no le había preguntado qué iban a intercambiar. Francamente, prefería no saberlo. El único motivo que lo había llevado a estar esa noche en Algiers, en lugar de en Nueva Orleans detrás del piano del Salón Toucan, nada tenía que ver con la moralidad y mucho con el amor de hermano.

El aire húmedo y cargado intensificaba el olor a pescado podrido y a las fétidas aguas del río. Fluke arrugó la nariz y se retiró de la cara un mechón de cabello castaño claro. Oyó el constante golpeteo del agua contra las barcas amarradas al muelle, y sintió el húmedo aire tropical ciñéndole los tejanos a sus esbeltas caderas.

Ansioso por terminar, pegó el ojo a la cámara y enfocó a Blu mientras este se sacaba algo del bolsillo trasero del pantalón. Fluke decidió que aquello debía ser el «intercambio», entonces apretó el botón y pasó la película.

Acababa de colocar la cámara para tomar una segunda foto cuando un sonido hueco se escuchó, algo que solo podía ser un disparo resonó en la oscuridad. Fluke observó, inmóvil cómo el extraño se movía bruscamente hacia la derecha para, al instante, caer a los pies de su hermano.

Un grito se escapó de su garganta y dejó caer la cámara, vagamente consciente de que se hacía añicos al golpearse contra el asfalto. Sin pensar en el peligro inminente, salió de su escondite y empezó a correr hacia los muelles. Al llegar al embarcadero y subir las escaleras, el punzante olor a pólvora le confirmó que estaba ya en medio de la refriega.

Más tiros salieron de algún lugar detrás de él, y entonces pegó un brinco tremendo mientras gritaba asustado. Lo invadió una terrible sensación de pánico, pero el miedo de Fluke por la seguridad de su hermano se vio ahogado por el miedo por la suya propia, y se obligó a sí mismo a avanzar a moverse.

Como si el tiroteo hubiera abierto los cielos y enojado a los dioses, en ese momento empezó a llover a cántaros.

Fluke pensó que la lluvia sería su salvación y, por una décima de segundo, lo fue; se deslizó sobre las tablas mojadas y cayó con fuerza.

Segundos después, cuando estaba de rodillas, una bala le pasó rozando su cabeza. Al momento se puso de pie con esfuerzo; los oídos le zumbaban y tenía las rodillas doloridas. Buscó con la mirada el lugar donde había visto a Blu, pero se dio cuenta de que ya no estaba allí, sino tirado de espaldas junto al extraño.

‐¡No! ¡Por favor, no!

A Fluke se le revolvió el estómago.

Intentó respirar y estiró el brazo para agarrarse a la barandilla del muelle, pues las piernas le fallaban. Cerró los ojos con fuerza y empezó a rezar a toda prisa, pidiéndole a Dios que escuchara sus ruegos. Cuando terminó, por encima del estrépito de la lluvia, lo oyó.

No, no fue a Dios, pero la voz era igual de resonante, igual de maravillosa. Imaginó que el Todopoderoso no habría aplaudido las palabras elegidas por su hermano, pero la sonora voz de Blu rasgando el aire con improperios y maldiciones fue como un bálsamo para sus oídos; tanto que empezó a llorar.

Reencuentro con el amor Donde viven las historias. Descúbrelo ahora