Capitulo Cuatro

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Sus instrucciones habían sido claras: nadie debía morir.

Al menos hasta que no le hubiera sido devuelto el cargamento. Y ni siquiera entonces, a no ser que hubiera una razón lo bastante buena. Tratar de pasar desapercibido, incluso en una ciudad del tamaño de aquella, siempre había sido la llave de su éxito y supervivencia.

¿Por qué, entonces, sus deseos se habían visto ignorados y el trabajo había sido echado a perder de ese modo?

La respuesta era simple: era imposible encontrar ayuda adecuada últimamente.

Más específicamente, sus primos eran unos idiotas.

Taber Denoux soltó varias palabrotas y se llevó la copa de coñac a los labios. Acababa de terminar de hablar con su mejor cliente y el hombre estaba furioso. La mercancía había desaparecido y Taber no había sido capaz de decirle cuándo podría recuperarla. Sí, le había prometido que la mercancía aparecería, pero sin darle una fecha, y el cliente lo había amenazado con comprar en otro sitio.

Maldito Blu Natouch, pensó Taber.

¿Acaso era un idiota como Rudy y Raynard, o el mismo diablo?

Incapaz de creer que su mercancía hubiera desaparecido, Taber dejó la copa vacía sobre la mesa con fuerza. O Blu Natouch tenía mucha suerte o su disfraz de pescador era la tapadera perfecta para un ladrón bien relacionado.

Taber aún no sabía cómo encajaba el policía en todo aquello. Y pensó que tal vez jamás lo supiera. ¿Pero qué importaba ya? El poli estaba muerto. Parecía que la única cosa que había ido bien la noche anterior era que Raynard había tirado bajo y tan solo había herido a Blu en lugar de matarlo. Con Natouch muerto el problema se habría agravado, puesto que parecía que era el único que sabía dónde estaba la mercancía.

Taber admiró en silencio la excesiva desenvoltura de Blu, al igual que su atrevida escapada. El río de noche era peligroso, peor aún si uno llevaba una bala metida en la pierna. Pero aunque
respetaba muchísimo la tenacidad de aquel hombre, aún quería que le retorcieran el pescuezo en cuanto recuperara lo robado.

Taber estaba en su ático de lujo, elegantemente amueblado. Los objetos bellos eran su debilidad y se había rodeado de pinturas buenas y de obras de arte dignas de un rey. Sus gustos eran tan excéntricos como su apariencia. Tenía una melena larga y rubia que contrastaba con sus trajes negros de tela brillante. Parecía un hombre de veinticinco años, no uno de casi cuarenta.

Se levantó del escritorio de madera blanca lacada y fue hacia la pared de ventanales desde donde se divisaba toda la ciudad de Nueva Orleans. La mañana era soleada y el parte meteorológico radiofónico había prometido otro día húmedo y caluroso. Taber miró a la gente en la calle, divertido al pensar en sus pequeñas e insignificantes vidas en comparación con la suya propia. Eran, en realidad, lamentables, se decía mientras los observaba moverse como hormigas.

Sus pensamientos volvieron a la noche anterior y a la incómoda situación en la que se encontraba en esos momentos. Antos, su mejor hombre, había hablado de que había un chico en el muelle con Natouch que también había sido herido por su primo,
Raynard, pero que también había escapado. Taber admiraba la valentía tanto como la lealtad; ambas cualidades eran difíciles de encontrar en un hombre y, menos aún, en alguien joven como aquel chico.

Intrigado por saber más cosas de ese valiente chico, Taber volvió al escritorio y descolgó el teléfono.

Cuando Antos le contestó, Taber dijo:
‐Quiero que encuentres a es chico del muelle. Quiero su nombre y saber dónde vive, y quiero la información de ayer.

Reencuentro con el amor Donde viven las historias. Descúbrelo ahora