Solo pensaba en Yara.

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La primera bala me alcanzó en la oreja izquierda, haciendo que un agudo dolor me recorriera la cabeza y un zumbido ensordecedor llenara mis oídos. Me agaché instintivamente, buscando cubrirme mientras la lancha realizaba una maniobra rocambolesca, zigzagueando a gran velocidad sobre las agitadas aguas, que salpicaban furiosas a mi alrededor.

Las olas salpicaban el aire salado, y el motor rugía en un esfuerzo desesperado por escapar de los perseguidores.

 Mi corazón latía con fuerza en mi pecho, como si fuera a explotar, y la desesperación se apoderaba de mí al darme cuenta de que no tenía armas para defenderme. Podía oír los gritos y las órdenes confusas de mis compañeros, mezclados con el estruendo de los disparos que impactaban en el casco de  mi barco.

El frío metal de la barandilla me cortaba las manos mientras me aferraba a ella con todas mis fuerzas, rezando por sobrevivir. A mi alrededor, el caos reinaba: fragmentos de madera y metal volaban por el aire, y el olor a pólvora quemada se mezclaba con el del mar. Sentía la sal en mis labios y el sudor en mi frente, y solo podía esperar que mi suerte cambiara antes de que fuera demasiado tarde.

La lancha negra dejó de disparar contra mi barco. Ahora, los cuatro hombres encapuchados cabalgaban las olas hacia mí en motos de agua. 

Cuando alcanzaron la popa de mi embarcación, rápidamente se subieron y vinieron hacia mí. Uno de ellos levantó el brazo y me golpeó la cabeza con un bate de béisbol. Luego, todo se oscureció a mi alrededor.

Solo pensaba en Yara. Si me moría, se quedaría sola para siempre.


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