El lugar de siempre

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El cuerpo del capitán Samuel nunca apareció, y Yara, en ese entonces, era demasiado joven para entender lo que realmente significaba.

 Pero Yara, con sus grandes ojos curiosos y su cabecita llena de sueños, era demasiado joven para comprender el peso de aquellas palabras. Para ella, el capitán Samuel era solo un recuerdo borroso, una figura distante de la que se hablaba en voz baja en las noches frías, cuando el viento soplaba fuerte y las olas golpeaban las rocas con furia.

 A veces, mientras daba paseos por la playa, buscaba conchas y trozos de madera que habían sido arrastrados por las olas, pensando que tal vez, solo tal vez, alguno de esos pedazos pertenecía al barco del capitán.

Yara llevaba varios días sin saber nada de Jacob. 

Se suponía que iban a encontrarse en su lugar de siempre, en el viejo muelle al atardecer, donde el sol se reflejaba en el agua y todo parecía más tranquilo. Pero esa tarde, él no se presentó. Al principio, Yara pensó que tal vez se había retrasado, que alguna tontería lo había retenido, como siempre. Sin embargo, con cada minuto que pasaba, la inquietud crecía en su pecho.

Al final, cuando el cielo comenzó a oscurecer y el frío del anochecer se colaba entre sus ropas, Yara decidió que ya había esperado suficiente. Con el corazón latiendo más rápido de lo normal, sacó su teléfono y marcó el número de Jacob. Mientras el tono de llamada sonaba, una sensación extraña la invadió, una mezcla de preocupación y frustración. ¿Por qué no había dado señales de vida? ¿Y si algo le había pasado?

El teléfono siguió sonando, y cada segundo se hacía más largo. Yara apretó los labios, su mirada fija en el horizonte, donde el último rayo de sol se desvanecía. Finalmente, el tono se cortó, y la llamada fue a parar al buzón de voz. Pero antes de colgar, Yara sintió un nudo en el estómago. ¿Dónde estaba Jacob?



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