Capítulo VI

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Los días comenzaban a tornarse más fríos, lo que impedía a Helaena salir al jardín tanto como antes. La suave brisa otoñal traía consigo un aire melancólico que parecía filtrarse en cada rincón de la Fortaleza Roja. Su padre, Viserys, también se mostraba más recluso, y cuando intentaba visitarlo para cambiar sus lugares de encuentro, su madre, Alicent, se lo impedía rotundamente. Siempre encontraba una excusa, ya fuera una nueva lección o la insistencia de que su padre no se encontraba bien.

Helaena notaba extraño aquel comportamiento de su madre. Alicent la vigilaba constantemente, con una intensidad que le recordaba que aquel castillo, no era su hogar, sino una prisión; una que su familia cuidaba, preparando el terreno para el día en que Aegon se sentara en el trono. Ya no había momentos de soledad, ni siquiera breves respiros de libertad. Sentía el peso de los ojos de su madre sobre ella, una vigilancia implacable que la asfixiaba todo el día, en cada instante.

Era por ello, que aún no podía salir de su alcoba. La idea de soportar un día más bajo aquella mirada inquisitiva le resultaba insoportable. Pero al mismo tiempo, no podía ignorar que necesitaba hablar con su padre. Habían conectado de una manera que nunca antes había sucedido, y aunque no la escuchaba del todo, en algunos aspectos se sentía más libre con él, menos atrapada. Extrañaba los paseos en el jardín, donde se encontraban, un espacio donde al menos podía respirar. Además, necesitaba saber si otra casa había firmado, si algo más había cambiado o si todo seguía en el mismo punto de partida que antes.

Helaena daba vueltas por el cuarto, como un animal enjaulado, atrapada en sus propios pensamientos que giraban en círculos, cada uno más desesperado que el anterior. La ansiedad le golpeaba la mente, y cada intento de encontrar una salida se desvanecía antes de tomar forma. Sabía que debía actuar con rapidez, pero la presión de ser descubierta por su madre la paralizaba, creando un nudo en su estómago que la hacía sentir aún más impotente.

El dolor punzante en su cabeza no hacía más que intensificar la maraña de pensamientos e ideas que chocaban entre sí, como olas rompiendo en una tormenta. Necesitaba llegar al cuarto de su padre, pero cada plan que ideaba se desmoronaba bajo el peso de su creciente desesperación. La duda y el miedo se entrelazaban en su mente, creando una barrera que no lograba atravesar.

Mientras caminaba de un lado a otro, se mordió el dedo pulgar, un gesto automático que había adoptado últimamente sin siquiera darse cuenta. Era un intento desesperado por contener los nervios que la consumían. La presión de sus dientes sobre la piel apenas ofrecía un alivio momentáneo, pero era mejor que la sensación de estar completamente fuera de control. De repente, un sabor metálico inundó su boca, obligándola a detenerse en seco. Miró su mano con sorpresa y resignación; no era la primera vez que esto le ocurría. Una fina línea de sangre comenzaba a surgir en su pulgar, y supo que pronto tendría una pequeña costra más, como las que ya cubrían sus otros dedos. No le gustaba esa manía suya, pero era lo único que la tranquilizaba cuando la ansiedad amenazaba con atacarla.

Con un suspiro, Helaena limpió su pulgar con el borde de su vestido, intentando ignorar la pequeña punzada de dolor que empezaba a surgir de aquel corte.

Mientras trataba de detener la ligera herida en su piel, una risa resonó en la habitación, rompiendo la frágil calma que había logrado mantener. Helaena se estremeció, y por un breve instante, el dolor que sentía se desvaneció, reemplazado por una inquietud que le erizó la piel. Aquella risa la podía reconocer, era como un fantasma del pasado que volvía para atormentarla. Su corazón se aceleró, y un escalofrío helado recorrió su espalda al recordar la última vez que la había escuchado.

La duda la invadió de inmediato. No podía estar segura de si aquello sucedía únicamente en su mente, como una ilusión creada por su desesperación, o si realmente estaba ocurriendo, si era una manifestación de los recuerdos que se negaban a abandonarla. Antes de que pudiera aclarar sus pensamientos, una sombra apareció fugazmente: la figura de un pequeño niño deslizándose por el rabillo de su ojo y escondiéndose rápidamente detrás de algo. Helaena tembló levemente, consciente de que su mente, ya frágil, podía traicionarla en cualquier momento. Sabía que no debía permitir que el temor la dominara, no en ese momento tan crucial, pero era una batalla que sentía estar perdiendo.

The last hopeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora