Capitulo I

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El castillo de Desembarco del Rey estaba sumido en una inquietante quietud; solo los susurros de los sirvientes y el crujido de las armaduras de los guardias rompían el silencio.

En un cuarto, las velas bailaban junto con el viento, esforzándose en mantenerse prendidas mientras las ráfagas azotaban la habitación de la princesa.

Helaena se encontraba sentada en el piso, abrazada a la frasada que antes calentaba a sus hijos. Podía escuchar cómo el cielo lloraba junto con ella, con la misma intensidad y dolor que ella sentía.

—Helaena, sé que esto es difícil —dijo Alicent, levantándose de la silla en la que había pasado mucho tiempo.

Alicent caminó a paso lento hasta llegar a donde se encontraba su hija. Trató de inclinarse para ponerse a su nivel antes de tocar el frío piso.

Helaena, en cambio, no levantó la vista; su mente seguía viendo la última imagen de sus hijos. Sus risas en su mente le robaron una sonrisa amarga.

—Pero recuerda que debes seguir adelante; las pérdidas son parte de nuestra historia, la fortaleza de los Targaryen reside en nuestra capacidad para sobreponernos.

Helaena, quien había estado ignorándola, levantó la vista ante aquellas palabras.

—Madre... mis hijos no son cualquier pérdida —intentó mojar sus labios, pero su boca estaba seca—, los dos eran mi todo y no puedo dejar de pensar en ellos y en que no los salvé.

—Helaena, sé que perder un hijo es difícil, pero esto pasará, lo prometo —dijo, tratando de tocarla, pero su hija se removió de su toque—. Debes centrarte en tu papel y dejar el dolor atrás; recuerda que como futura reina tienes un deber con nuestra casa. Te aseguro que serás bendecida con más hijos.

—Yo no quiero más hijos.

Alicent suspiró ante aquellas palabras de su hija. Sabía que hablar con ella en esos momentos era una guerra perdida; por ello le daría un día más para llorar a los gemelos y sería todo lo que le concedería. Tenía un deber y no podía permitir que la vieran débil si pronto se convertiría en reina.

Sabía que después de esto tendria que encargarse de que quedara embarazada de nuevo; Aegon necesitaba un heredero urgenge y con ello la sombra de la pérdida desaparecería tan rápido como llegó para Healena.

—Te mandaré un té para que descanses —dijo, levantándose y saliendo rápidamente del cuarto de su hija.

Helaena no escuchó la puerta cerrarse; solo tenía en mente las palabras de su madre, que resonaban una y otra vez.

¿Bendecida con más hijos?

Helaena no podía creer que su madre no entendiera el dolor que estaba sintiendo. Desde que había tenido en sus brazos a sus hijos sin vida, una navaja se había alojado en su pecho, acuchillándola cada vez que respiraba. No quería más hijos, no quería a nadie más.

Nunca se quejó de que su madre siempre fuera distante, que todo el tiempo le criticara lo que hacía o no hacía; Helaena había sido criada para cumplir con su deber, para ser una princesa perfecta, y cuando llegó el tiempo, a sus quince dias del nombre; se convirtió en una perfecta madre. Juró ser una madre mejor que la suya; devota, amorosa y atenta a las necesidades de sus hijos. Pero ahora, nada de eso importaba; había fallado en su único trabajo: proteger a sus hijos.

De repente, el silencio fue roto por un sonido familiar que hizo que su corazón se detuviera por un instante. Una risa infantil, suave y melodiosa, flotaba en el aire, como un susurro traído por el viento. Helaena se congeló, levantó la vista rápidamente al escuchar la voz de sus pequeños; sabía que la había escuchado claramente.

The last hopeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora