Capítulo 9

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Ya debía de estar esperándome junto a la puerta cuando llegué, pues abrió de inmediato, salió y cerró con llave desde fuera.

—Vamos —dijo. No me besó ni me tocó, ni siquiera me dijo «hola» y yo volví a preguntarme si había pasado algo. No tenía muy claro durante cuánto tiempo podría soportar aquella especie de montaña rusa emocional, pues lo cierto es que una nunca sabía muy bien a qué atenerse con ella.

Ya en la calle, caminó junto a mí, pero sin mirarme ni una sola vez. Avanzaba a grandes zancadas y, como siempre, a mí me tocaba trotar para poder seguir su paso. La parte buena era que, mientras tanto, me iba poniendo en forma para los Juegos Olímpicos.

—¿Qué ha ocurrido? —le pregunté, al mismo tiempo que intentaba cogerle la mano y ella se apartaba a un lado.

—¡No me toques! —me advirtió con firmeza.

—¿Qué te pasa? —Desde luego, fuera lo que fuera, no podía tener nada que ver conmigo. Me pregunté una vez más qué habría ocurrido desde nuestra conversación telefónica. Dirigió la vista al frente una vez más y luego habló entre dientes.

—Si te toco ahora, tendré que hacerte el amor aquí, en mitad de la calle. ¿Es eso lo que quieres?

«Así que es eso», me dije... Sonreí y saboreé el momento. La conversación telefónica me había excitado tanto que durante toda la tarde había tenido la sensación de estar sentada sobre brasas calientes, pero ella lo había pasado igual de mal que yo, o eso parecía. La miré, mientras avanzaba a toda máquina junto a mí. No, igual de mal, no: mucho peor.

Llegamos a mi edificio y Daniela subió los cuatro pisos como si la persiguiera un fantasma invisible. De verdad que jamás la había visto así: si aquel era el resultado de un simple masaje, en el futuro tendría que ir con un poco más de cuidado. Y sin embargo... ¿por qué? ¿Qué podía perder? Nada: más bien todo lo contrario.

Me esperó al final de la escalera con una expresión de impaciencia. Mientras yo giraba la llave en la cerradura, me agarró por el culo y me empujó contra la pared. Eso ya lo habíamos hecho antes, pero esta vez se trataba de algo completamente distinto: se abalanzó sobre mí, me sujetó con ambas manos y pegó sus ingles a las mías. Noté de inmediato el calor que emanaba de entre sus piernas.

«¡Madre mía —me dije—, pero si es puro fuego!». Qué casualidad: yo me sentía exactamente igual.

—¡Por favor, Daniela! —le supliqué—. Vamos dentro, por lo menos, ya que hemos subido hasta aquí... ¿no?

Se apartó un poco y yo aproveché para terminar de girar la llave y abrir la puerta.

Un poco más y nos caemos dentro. Saqué la llave de la cerradura en el último momento y cerré la puerta de golpe.

Para entonces, ya me estaba besando y acariciando los pechos, o más bien todo el cuerpo. Nos dejamos caer al suelo, me sacó la camisa de los pantalones y me bajó la cremallera. Un instante después, me metió la mano justo entre las piernas.

—¡Estás muy mojada! —Lo dijo como si estuviera muy sorprendida.

—¡Ja! ¡Qué graciosa! Después de la llamada de esta tarde y después de esto... — A veces me preguntaba de dónde salía su ingenuidad, teniendo en cuenta su experiencia.

—¿Te ha excitado lo del teléfono? —me preguntó, muy sonriente.

—No, la verdad es que no —respondí, fingiendo indiferencia— Cada día me llaman varias mujeres al despacho y prácticamente me hacen llegar al orgasmo.

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