Capítulo 16

307 20 0
                                    




Durante un tiempo, me convertí de nuevo en una ermitaña y compensé mi frustración con el trabajo. Sin embargo, esta vez todo era distinto, pues sabía que se había terminado, que no había vuelta atrás. No estaba enfadada con ella, ni siquiera conmigo misma. No nos habíamos separado tras una discusión. Simplemente, me sentía vacía.

Me reía si alguien me contaba un chiste, reprendía a mis colegas cuando tomaban decisiones de gerencia poco adecuadas, decía palabrotas cuando un proyecto no salía como yo había planeado, pero en realidad nada me afectaba. Parecía como si mis emociones estuvieran encerradas en una cajita, como si entre el mundo exterior y yo hubiera un muro impenetrable, un muro que no se podía escalar. Tal vez no fuera tan malo. La mayor parte del tiempo, tenía la sensación de que tanto mi cuerpo como mi mente estaban envueltos en espuma de poliestireno.

Por las tardes, cuando volvía a casa, limpiaba mi apartamento sin pensar. Jamás había estado tan limpio. Cada cosa estaba en su sitio: no había libros mal colocados, no había ropa sucia, no había ningún CD fuera de su funda ni en el equipo de música.

No leía ni escuchaba música. Después de guardar la compra y el trapo del polvo, me quedaba sentada hasta que me entraba sueño.

Entonces me iba a la cama y dormía toda la noche sin soñar. No me cabía ninguna duda de que podía seguir así eternamente y ni siquiera sentía la necesidad de desear algo mejor. Mi vida era sencillamente monótona, pero... ¿acaso no había sido siempre así?

Pocos días después de mi regreso, me sorprendí de repente pensando en Daniela.

¿Habría vuelto de París? Existían muchas posibilidades, pero... ¿qué cambiaba eso? Arrojé mis pensamientos a un pozo oscuro y cerré la puerta tras ellos.

Días más tarde estaba en mi despacho, peleándome con el informe de un proyecto, cuando sonó el teléfono. Descolgué y dije, en tono ausente:

—¿Sí?

No aguanto más —dijo ella.

Me senté tiesa como un palo en la silla.

—No sigas —susurré, ya a la defensiva.

Te echo tanto de menos, María José... —Me hablaba con voz entrecortada—. No puedo dormir. Y tampoco puedo... ¡Necesito verte!

—Es imposible —dije—, eso sólo empeoraría la situación. —Me di cuenta de que había conseguido derribar el muro de un solo golpe.

No puede ser peor de lo que ya es —dijo, en tono cansino.

—Sí, sí puede ser peor —grité, con una voluntad férrea, aunque me habría gustado más salir corriendo hacia su casa— Por favor, no me llames más. Lo único que conseguimos así es atormentarnos aún más. —Colgué sin esperar su respuesta.

Me costó bastante rato recuperarme de su llamada y la tarde transcurrió casi sin que me diera cuenta. Ya hacia la noche, había conseguido autoconvencerme de que nada había cambiado. Estaba segura de que no volvería a llamarme, pues no era su estilo. Tendría que vivir con su dolor, igual que hacía yo.

Fui a hacer la compra y luego regresé a casa. Cuando llegué, me la encontré sentada en la escalera, frente a mi apartamento. Quise dar media vuelta y salir huyendo, con la compra en una mano y las llaves en la otra, pero... ¿hacia dónde? Subí el último tramo de escalones. Se puso en pie. Estaba dos escalones más arriba y me sacaba más de medio cuerpo.

La miré.

—Esto no tiene ningún sentido Daniela —le dije, débilmente.

—Por favor. —No hablaba, sino que suplicaba.

ParísDonde viven las historias. Descúbrelo ahora