Capítulo 13

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—¡Oh, no! —Protestó.

—¡Oh, sí! —Me mantuve firme en mi propósito—. Te voy a llevar a que te hagan radiografías. Le prometí a la doctora que lo haría. Si alguna vez me la encuentro por ahí y descubre que no cumplí mi promesa, me linchará.

—Vamos, no será tan mala —dijo, con la intención de hacerme cambiar de idea.

Sin embargo, yo quería tener pruebas de que estaba bien. El hecho de que el día anterior se hubiera desmayado me preocupaba mucho.

—Pues sí, es muy mala. Tú no tuviste oportunidad de hablar con ella, pero yo sí.

No le quedó más remedio que darme la razón.

—Sí, eso es verdad —suspiró, resignada—. Me parece que no tengo nada que hacer con ustedes dos. ¿Cuándo vamos?

—En cuanto hayamos desayunado —contesté, enérgicamente.

No quería darle la oportunidad de pensárselo mejor.

Cuando la recogí en la consulta del doctor, me dio el parte médico:

—Todo está bien. Se supone que tengo que tomarme las cosas con calma durante una semana. ¿Estás satisfecha?

—Sí —dije—, eso es todo lo que quería saber —la miré— ¿No te han preguntado nada más?

—Nada especial —se encogió distraídamente de hombros— Siempre se tragan la historia de la escalera.

«Dios mío», pensé. ¿Cuántas veces había pasado ya por aquella experiencia? De repente, tuve la sensación de que me había pasado la vida entera en una caja de cristal que me protegía del lado sórdido del mundo. Había muchas cosas que daba por sentadas: la consideración hacia los demás, por ejemplo, y el respeto mutuo hacia la idea de que las personas no deberían hacerse daño unas a otras intencionadamente, o de que todo el mundo tenía derecho a la autoestima.

No le pregunté nada más. ¿Cómo poner en duda su estilo de vida, cuando yo disfrutaba sin pensar de cosas que para ella eran obviamente un lujo, cosas que sólo muy de vez en cuando podía experimentar en París? Lo mejor era que me asegurara de que aquel viaje le resultara lo más agradable y placentero posible.

—¿Qué quieres de premio por haber sido tan valiente? —bromeé.

—¿Puedo elegir? —Dijo, haciendo un mohín—. Vaya, eso es nuevo.

La abracé con fuerza, le pasé un brazo alrededor del cuello, la atraje hacia mí y la besé delicadamente en los labios.

—Claro que puedes elegir —dije, con ternura—. Lo que tú quieras, cariño.

Se quedó demasiado sorprendida como para poder reaccionar de inmediato.

Además, la palabra «cariño» también había sido una sorpresa para ella.

—Pensaba que no hacías estas cosas en público —dijo al fin.

—Bueno —me reí—, tampoco dije que no las hiciera por principios. Lo que pasa es que hasta ahora nunca había sentido la necesidad. —La miré—. Si te molesta, no lo haré más.

Me observó con una expresión indescifrable. Después se inclinó hacia mí y me besó fugazmente.

—No me molesta. —Se le iluminó el rostro—. De hecho, creo que hasta puede llegar a gustarme. —Me pasó un brazo por la cintura y caminamos un rato así.

—Bueno —volví a preguntarle—, entonces, ¿qué quieres?

—No lo sé —dijo, al mismo tiempo que se detenía—. No quiero cometer el mismo error que cometí ayer.

ParísDonde viven las historias. Descúbrelo ahora