Capítulo 17

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Al día siguiente Daniela me llamó de todas formas al despacho.

—¿Te has vuelto loca? —me dijo, a modo de saludo. Me comporté como si no supiera de qué me estaba hablando.

—No —respondí inocentemente—, ¿por qué?

—¿Y entonces qué hacen estas cincuenta rosas rojas en mi casa María José? ¡Te habrán costado un dineral! —Estaba muy indignada.

—¿Cómo? —Contesté, con la misma inocencia de antes— ¿Alguien te ha mandado cincuenta rosas rojas?

Alguien no. ¡Tú! —Se enfureció— ¡No lo niegues! —Me encantaba cuando se agitaba de aquella manera. Se le había puesto una voz muy aguda.

—No lo estoy negando —dije alegremente, sin dejar de reír.

¡Ah, cuánto la quería! ¡Qué carácter!

O sea, que te has vuelto loca. —Lo dijo en tono triunfal.

—Te quiero —dije en voz baja— Si eso significa estar loca, ojalá esté loca el resto de mi vida.

Se hizo un silencio que duró unos segundos.

Son muy bonitas —contestó al fin, también en voz baja.

—Eso espero. Las he escogido yo misma, una por una.

—¿Una por una? —Se quedó atónita.

—Pues claro. No iba a permitir que lo hiciera otra persona, ¿verdad? —su voz estaba empezando a despertar mi deseo... y todavía faltaban muchas horas hasta que llegara la noche.

Estás loca —afirmó en tono sensual.

—Será mejor que lo dejemos —le pedí, tratando de mostrarme razonable—. Esto se empieza a parecer mucho al sexo telefónico.

—¿Vendrás a verme hoy? —me preguntó, sin transición alguna.

—Si quieres. —No estaba muy segura de lo que pretendía.

Sí que quiero —confirmó rápidamente. Desde luego, decisión no le faltaba, lo cual no era nada habitual. ¿Se estaba convirtiendo en una costumbre nueva? Sólo hacía un día que la había puesto en práctica— ¿A qué hora terminas?

—Hacia las siete. —Me moría de deseo por ella y mis sentimientos se rebelaban, pero no me quedaba otro remedio que admitir que en mi mesa se apilaban montañas de trabajo.

Lo dices en broma, ¿no?

—No. —Esta vez, tuve que mantenerme firme. Por mucho que me gustara, no podía dejarlo todo y salir corriendo cada vez que ella aparecía. Se me estaba acumulando el trabajo y las fechas de entrega se acercaban, cosa que intenté explicarle—: Tendrías que ver cómo está mi mesa.

Era obvio que todo aquello no le interesaba en lo más mínimo.

Si no vienes tú, iré yo —me comunicó alegremente.

—¡Ni hablar! —Casi levanté las manos, como un gesto instintivo de defensa, pero en el último momento me di cuenta de que necesitaba al menos una para sostener el auricular. Traté de razonar con ella—. Sabes que no puede ser.

No, no, no María José —replicó— Esta vez no me vas a hacer cambiar de idea. O estás en mi felpudo a las cuatro en punto, o me verás en tu oficina.

—¿En el felpudo de mi oficina? —no pude evitar imaginarme la escena, ni burlarme de ella—. Eso aún no lo hemos probado.

Ahora eres tú la que busca el sexo telefónico. —Se rió.

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