Si fueras mía

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La lluvia caía en cortinas densas sobre las calles de Miami, una ciudad que en esa noche parecía tan turbulenta como la vida de Armando. Su respiración era agitada, y la sangre corría caliente por su costado herido. Hacía horas que estaba huyendo, sintiendo el peso de la policía pisándole los talones, y sabía que no podría aguantar mucho más. La adrenalina lo mantenía en pie, pero su cuerpo estaba al borde del colapso.

Mientras doblaba una esquina, Armando divisó la luz tenue de una pequeña tienda de conveniencia, un oasis inesperado en medio del caos. Su mente, siempre alerta y en movimiento, lo empujó a actuar antes de que fuera demasiado tarde. Con la respiración entrecortada, entró, esperando encontrar refugio temporal o al menos un respiro. El olor a comida rápida y café rancio lo golpeó, una mezcla extrañamente reconfortante.

Detrás del mostrador, Hannah Marsh, una joven mujer con una mirada tranquila pero perceptiva, levantó la vista de su libro cuando escuchó la campana de la puerta. Sus ojos se encontraron con los de Armando, y en ese instante, el tiempo pareció detenerse. Su mente registró su apariencia: la chaqueta de cuero empapada, el rostro marcado por la vida dura, y la sangre que manchaba su ropa. Instintivamente, su mano se movió hacia el teléfono, pero algo en los ojos de Armando la detuvo.

Eran ojos oscuros, llenos de dolor y desesperación, pero también de una vulnerabilidad que la sorprendió. Armando, consciente de su apariencia y del peligro que representaba, levantó una mano en un gesto de paz.

—No quiero problemas —dijo con voz ronca, esforzándose por mantener la calma—. Solo necesito un lugar para descansar… por favor.

Hannah lo observó por un largo instante, su corazón acelerado. Sabía que debería llamar a la policía, que ayudar a este hombre podría traerle problemas que no necesitaba, pero algo en su interior le dijo que no era la elección correcta. Tal vez fue la manera en que dijo "por favor", con una sinceridad que no pudo ignorar.

—Hay un cuarto trasero —le dijo finalmente, su voz suave pero firme—. Puedes quedarte allí hasta que pase la tormenta.

Armando parpadeó, sorprendido por su amabilidad. No estaba acostumbrado a que alguien, especialmente una desconocida, mostrara compasión hacia él. Sus experiencias le habían enseñado a no confiar en nadie, pero en ese momento no tenía otra opción.

—Gracias —murmuró con una gratitud que rara vez expresaba.

Hannah le hizo un gesto para que la siguiera, llevándolo a una pequeña sala en la parte posterior de la tienda. Era un espacio modesto, con una vieja silla, un pequeño sofá y una mesa cubierta de papeles. No era mucho, pero era más de lo que Armando podía haber esperado.

—Si necesitas algo, estaré en el mostrador —dijo ella, mirándolo una última vez antes de regresar a su lugar.

El cuarto trasero se convirtió en un refugio inesperado para Armando. Se dejó caer en el sofá con un suspiro de alivio, cerrando los ojos por un momento para acallar la tormenta en su mente. La adrenalina que lo había mantenido en pie comenzaba a desvanecerse, y con ello, el dolor de su herida se hizo más agudo.

Hannah, desde su posición en el mostrador, no podía dejar de pensar en el hombre que ahora estaba en la sala de atrás. Había algo en su presencia que le generaba una mezcla de temor y fascinación. Sabía que estaba tomando un riesgo, pero en su corazón sentía que había más en Armando de lo que se veía a simple vista. Contra toda lógica, decidió confiar en su intuición.

Minutos después, no pudo evitar acercarse al cuarto trasero, con una pequeña bandeja de primeros auxilios en mano. Armando, al verla entrar, frunció el ceño.

—No tienes que hacer esto —dijo, su tono áspero pero no hostil.

—No puedo dejarte así —respondió Hannah con firmeza, ignorando su protesta mientras se arrodillaba junto a él para examinar su herida.

One Shots (Armando Aretas)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora